miércoles, 27 de julio de 2016

Libro: "Besando mis rodillas" [Jesús Adrian Romero] Capitulo 1 - Ritmo



Ayer nevó toda la noche…
Hoy por la mañana, con una taza de café en la mano, salí de la cabaña. Las ramas de los árboles se veían cargadas de nieve. Si se viene una helada, pensé, muchas de las ramas se quebrarán bajo el peso del hielo. De repente empecé a escuchar un ruido que subía lentamente de volumen.
Era el aire que había empezado a soplar. Parecía concentrarse encima del lago congelado que estaba frente a la cabaña. Me di cuenta que se movía en forma circular formando un pequeño remolino de nieve; parecía jugar, parecía danzar con la nieve que recién había caído. Lentamente, el remolino empezó a moverse hacia el bosque y cuando llegó a donde estaban los árboles, continuó danzando entre ellos, y como algo planeado, como algo orquestado, la nieve de los árboles empezó a caer.
Me pareció un espectáculo.
Una actuación.
Una lección de cómo Dios
mantiene cierto ritmo en la creación y hasta percibí que había una verdad aún más grande danzando allí. Me di cuenta que era una parábola de cómo Dios envía el viento de su espíritu a que soplé sobre nosotros removiendo la nieve que el invierno nos dejó y trayendo descanso a nuestros corazones y augurando que la primavera está a las puertas.
Que el tiempo de la canción ha llegado.
En la creación todo tiene ritmo; el día y la noche, las estaciones del año, la rotación y revolución del planeta tierra, los árboles que mudan sus hojas, las aves que emigran. El tiempo del silencio y de la canción del viento y la primavera.
El ritmo de la creación no es arbitrario, es ritmo y secuencia para la renovación y nuestra vida espiritual pasa por un proceso similar;
a veces será de día,
a veces nos llegará la noche,
a veces daremos fruto,
a veces no.
Todos pasamos por distintas estaciones porque también nosotros necesitamos ritmo y secuencia para la renovación.
Casi siempre el inicio de la vida cristiana parece una eterna primavera. Los nuevos creyentes no conocen el invierno o el desierto. Están viviendo una luna de miel, pero la luna de miel no dura todo el tiempo. Tenemos que dejar de ser niños, tenemos que crecer, madurar. Aun así, hay creyentes que viven sumergidos en un optimismo superficial actuando como si estuvieran en primavera, cuando están atravesando por el más crudo de los inviernos.
Cantan en medio de la muchedumbre cuando es tiempo de llorar. Danzan cuando es tiempo de endechar.
Sin entender que: «Todo tiene su tiempo, un tiempo para llorar, un tiempo para reír, un tiempo para estar de luto, un tiempo para saltar de gusto, un tiempo para nacer, un tiempo para morir» (Eclesiastés 3, perífrasis).
No somos robots, no vivimos en automático. Somos seres con alma y emociones, sujetos a cambios, y el actuar como si viviéramos en una eterna primavera hace más daño que bien. Es necesario descubrir que mientras más contacto tengamos con nuestra fragilidad y nuestro invierno, más sincera y profunda será nuestra espiritualidad.
Las estaciones espirituales son un hecho, una realidad que puedes negar, pero será contraproducente.
La primavera espiritual es un tiempo de mucha anticipación, una etapa para soñar y reír. Todo lo que pensamos es edificante y positivo.
Creemos en la bondad de todos.
Creemos que todo se puede lograr.
El mundo se viste de colores.
Sientes a Dios cerca,
puedes verlo en la naturaleza y en los demás.
Así como en la primavera la naturaleza se renueva, la primavera espiritual es un tiempo de renacer y volver a empezar. Alguien dijo: «El día que el Señor creó la esperanza, probablemente fue el mismo día que creó la primavera».

Todos hemos vivido la primavera. Es un tiempo de amplias sonrisas.
Nada te detiene,
nada te lastima,
ningún menosprecio,
ninguna ofensa.
En la primavera excusamos el mal comportamiento de los demás. Cuando los demás se ven desesperados en medio del tráfico de la ciudad, tú sonríes.
Entre pañales, niños llorando y el teléfono sonando, tú cantas y sueñas. Te vuelves optimista. Sientes que la gente te sonríe, que la vida te sonríe, que Dios te sonríe.



ES
NECESARIO
DESCUBRIR
QUE MIENTRAS
MÁS CONTACTO
TENGAMOS
CON NUESTRA
FRAGILIDAD Y
NUESTRO INVIERNO,
MÁS SINCERA
Y PROFUNDA
SERÁ NUESTRA
ESPIRITUALIDAD.

Al mirar la vida de Jesús podemos notar que las estaciones espirituales también tomaron lugar. La primavera se muestra esplendorosa en el ministerio de Jesús durante su bautismo, los días posteriores a este y el principio de su ministerio. En el bautismo, Jesús es reconocido como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es bautizado, el Espíritu de Dios desciende sobre Él en forma de paloma, y el padre declara que Jesús es su hijo amado. Al estar a punto de iniciar su ministerio terrenal, Jesús, como ser humano, necesitaba escuchar la voz de su padre, diciendo quién era, afirmándolo, dándole seguridad.
Así es la primavera, todo resulta edificante y positivo, te sientes amado y afirmado. Toda duda que Jesús pudo haber tenido en el desierto (invierno) es disipada en el momento del bautismo.
Luego también la primavera es un tiempo de soñar y anunciar planes, y así sucede con Jesús. «El reino de los cielos se ha acercado», declaraba en Mateo 3.2.
Después de esto empieza a planear su ministerio llamando a los doce hombres que serían parte de su equipo. En la primavera hay emoción en el aire, los discípulos sueñan con lo que Jesús hará con Israel y la restauración del Reino.
Si alguna vez te has sentido emocionado, expectante, lleno de vida y planeando para el futuro, estabas viviendo una primavera espiritual.
Esta etapa es muy importante. Como ya dijimos, las estaciones no son arbitrarias. Todos necesitamos la emoción y el entusiasmo de la primavera, porque esta nos encaminará al verano.
Necesitamos llegar al verano con fuerzas, con una buena actitud, con ánimo y brillo en los ojos.
El verano es un tiempo de mucho trabajo, de mucho sol, de crecimiento y cosecha. En esta etapa, la tierra es fértil y nuestros esfuerzos dan fruto, los ministerios florecen, las iglesias crecen.
Con poco esfuerzo se obtienen grandes resultados. La alegría y el ánimo de la primavera nos dan el ímpetu que necesitamos para trabajar en el verano. En el verano te va bien en tu trabajo, te va bien con tu familia, te va bien en tu relación con Dios, quieres ser parte de una comunidad y reunirte, quieres involucrarte y trabajar. Los veranos son tiempos de vendimia, fiesta y celebración.
En los veranos descubrimos el propósito de nuestra vida, nuestra vocación, nuestro llamado.
Recuerdo mi primer «verano» como adolescente. Recuerdo la emoción de haber descubierto que tenía un llamado. Aún tenía mucho que aprender, mucho que crecer, pero había descubierto mi llamado. Pensaba que podía lograr cualquier cosa. Mi autoestima estaba por los cielos, me sentía seguro de mí y creía que nada era imposible. Mi vida había encontrado propósito. Con una guitarra en la mano quería conquistar no solo a las chicas sino al mundo entero.
En el ministerio de Jesús vemos el verano cuando su ministerio empieza a florecer, cuando las multitudes lo empiezan a seguir. Cuando Jesús enseñaba y hacía milagros era común que cinco mil o diez mil personas lo siguieran. Su fama se extendió por todo el Jordán y las multitudes lo apretaban, querían tocarlo para ser sanados, y para poder hablar con la gente se tuvo que subir a una barca.
En el verano los días son más largos y se aprovecha hasta el último momento y algunos no conocen el cansancio, y si lo conocen, es un cansancio que agrada. Un cansancio que te arrulla cuando tienes que dormir y descansar. «A su amado dará Dios el sueño» (Salmos 127.2).
En el verano es tanta la satisfacción del trabajo que a veces se nos olvida comer. Cuando Jesús estaba en su verano también se le olvidaba comer.
Un día cuando sus discípulos le trajeron de comer, Jesús se rehusó a comer y les dijo: «Yo tengo otra comida» …Así son los veranos.
Pero los veranos no duran todo el año.
Haría daño tanta abundancia. Tanta miel empalaga.
El calor del verano no siempre es bueno. A veces es necesaria la escasez…
La necesidad nos enseña…
nos ubica…
nos regresa al centro.
Así que después de la cosecha y la abundancia, después de las conquistas y las vacas gordas, inevitablemente llegará el otoño y con el otoño llegarán los días grises.
El otoño es un tiempo de cambio, parecido a la primavera, pero al revés. Las flores se secan y comienzan a morir. Las hojas de los árboles se apergaminan y empiezan a caer. El viento sopla y la lluvia cae. Los días se hacen más cortos.
El cielo se nubla y nuestra actitud también.
Durante el otoño, muchos sufren de depresión y ansiedad, y aunque suene a tabú, los cristianos también sufren de depresión y ansiedad, y van a terapia con el psicólogo. La depresión y la ansiedad son sentimientos que vienen con el otoño espiritual, y con mucha frecuencia son el resultado de haber perdido la conexión con Dios, esa conexión que nos da vida, significado e identidad.
En el otoño muere el verano, y mientras más productivo haya sido nuestro verano, más gris veremos nuestro otoño, porque es mucho más lo que estamos perdiendo, mucho más lo que estamos dejando.

Muchos se aferran a cosas que tienen que soltar; un ministerio, una relación, un sueño… y aunque el otoño no siempre significa que dejaremos de hacer lo que estábamos haciendo, sí significa que vienen cambios.
Durante los otoños, el trabajo que antes era un deleite se convierte en una carga. Entonces, los resultados que antes se lograban con facilidad, ahora se alcanzan con mucha dificultad. Al igual que en los veranos, nos cansamos, pero este tipo de cansancio nos quita el sueño, y a veces sufrimos de insomnio, nuestra mente da vueltas y quisiéramos poder apagarla. Este es el tiempo de la rutina. Caminamos en automático… hacemos las cosas por inercia y responsabilidad más que por pasión.
En la vida de Jesús vemos la llegada del otoño cuando empieza a ser malentendido, rechazado y perseguido. Pasa de la popularidad a la persecución, de la amistad a la traición. Pasa del compañerismo con sus amigos al abandono de sus amigos. De hecho, uno de sus amigos más cercanos, aquel que mojaba el pan en su plato, lo traiciona con un beso… y a todos nos sucede lo mismo.
Antes de apartarse a orar en el huerto de Getsemaní, Jesús les dijo a sus amigos: «Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo» (Mateo 26.38). Los sentimientos de tristeza y desánimo son solo una señal de que el verano se acabó. En este periodo, como Jesús, muchos sienten tristeza, necesidad de oración y compañía y es que en el otoño se pierde el optimismo de la primavera y las fuerzas del verano.
Después de haber declarado que iba a la cruz, y después de reprender a Pedro por tratar de disuadirlo, después de haber declarado que el buen pastor su vida da por las ovejas, encontramos a Jesús en su otoño, en el huerto de Getsemaní orando al padre y diciendo: «Padre, si quieres, te pido que quites esta copa de sufrimiento de mí. Sin embargo, quiero que se haga tu voluntad, no la mía» (Mateo 26.39, perífrasis).
En el otoño nos inunda la incertidumbre y cuestionamos nuestro llamado.
Dudamos de nuestra habilidad.
Jesús pasa de ser seguido por la multitud a escuchar a la multitud gritar: «Crucifíquenlo». Y así son los otoños, algunos buscarán crucificarte.
DURANTE
EL OTOÑO,
MUCHOS
SUFREN DE
DEPRESIÓN Y
ANSIEDAD, Y
AUNQUE
SUENE A
TABÚ, LOS
CRISTIANOS
TAMBIÉN
SUFREN DE
DEPRESIÓN Y
ANSIEDAD, Y
VAN A
TERAPIA CON
EL
PSICÓLOGO.

No podemos pasar del otoño a la primavera, así que la lluvia del otoño se convertirá en nieve y el frío nos empezará a doler.
Duele el frío,
duele el aire,
duele respirar.
Duele la falta de amigos, o la falta de atención de los amigos.
Duele la escasez.
Nuestro cuerpo y nuestro corazón buscan calor, abrigo. Nos volvemos sensibles, y los hombres que no lloraban lloran porque invariablemente llegará el invierno, y así como la luz del sol se esconde en los inviernos, una nube de oscuridad parece esconder a Dios.
Es entonces que no hallamos de dónde agarrarnos. Como astronautas en el espacio, perdemos nuestro vertical local, perdemos el sentido de orientación y no sabemos dónde es abajo o arriba.
Dejamos de discernir entre el norte y el sur. Sin gravedad, en el invierno perdemos nuestro norte.
La madre Teresa experimentó este tipo de invierno en su vida espiritual. Esto fue lo que escribió antes de una navidad: «Cristo está en nuestros corazones, Cristo está en los pobres que llegamos a conocer, Cristo está en la sonrisa que damos y en la sonrisa que recibimos».
Once semanas después le escribía a su confidente espiritual las siguientes palabras: «Jesús tiene un amor especial por ti, pero en lo que a mí respecta; el silencio y el vacío es tan grande que miro y no veo, trato de escuchar, pero no oigo nada».
En el invierno enfrentamos la desesperanza y perdemos la confianza. Jesús en medio de su invierno clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27.46).
Aparentemente Jesús no tenía de dónde agarrarse.
Por mucho tiempo no entendí a las personas que piensan en el suicidio, tenía compasión de ellas, pero no las entendía. Mi mente decía: con tanta belleza, tanta vida, tanta alegría, tantas cosas buenas, ¿cómo puede alguien pensar en el suicidio? Y aunque nunca he pensado en el suicidio, sí he conocido por momentos la desesperanza del invierno, y cuando cruzas por un crudo invierno puedes llegar a entender a los que no tienen esperanza.
Cuando veo a las personas en una reunión no espero la misma respuesta de todos… cada uno está pasando por diferentes etapas de crecimiento, diferentes estaciones espirituales.
En el invierno la vida parece acabarse,
el huerto deja de dar fruto,
el canto de las aves se extingue,
no resistieron el invierno y emigraron,
y quisiéramos emigrar con ellas…
En el invierno todo muere y en el invierno espiritual debemos morir. Aunque la muerte suene como el fin, en la vida espiritual no lo es.
Fue a través de la muerte que Jesús triunfó sobre sus enemigos.
Es a través de nuestra muerte que también nosotros triunfaremos.
Cada invierno es un tiempo para pensar en las cosas que deben morir en nosotros. Mientras más tiempo nos tome entenderlo, más largo será nuestro invierno. Al conversar con personas que están pasando por un invierno y surge la pregunta acerca de lo que debe morir en ellas, inmediatamente piensan en cosas malas, pero no siempre es así. En el invierno también mueren cosas buenas. Hay ministerios que deben morir para descubrir lo nuevo que Dios tiene para nosotros. No podemos dar la bienvenida a Isaac si nos hemos conformado con Ismael.
Aunque en los inviernos Dios parece distanciarse, es cuando más cerca está de nosotros.
Jesús camina a nuestro lado, pero como los caminantes a Emaús, no le reconocemos porque nuestros ojos están vendados. Es durante los inviernos que más oramos y, aunque nuestras oraciones parecen no encontrar respuestas, es cuando más crecemos. Curiosamente, después de haber atravesado un invierno, después de haber pasado por una situación devastadora en la vida, la mayoría de las personas dicen: fue lo mejor que me pudo haber sucedido.
No es negación.
Es abrazar el invierno.
Es abrazar los procesos por los cuales Dios nos permite pasar para que nuestra fe crezca porque son los inviernos los que le dan autenticidad a nuestra fe (1 Pedro 1.6–7).
En medio del abandono, la fe de Jesús prevalece y lo lleva a orar al padre diciendo: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23.46), y después de eso, expiró.
No hay crecimiento espiritual sin invierno.
No hay resurrección sin muerte.
No hay victoria sin cruz.
El camino a la madurez espiritual nos llevará por el valle de la muerte, por el desierto, por el invierno, o como expresó San Juan de la Cruz, «por la noche oscura del alma».
Michel Blanco, baterista de nuestra banda y su esposa Natalie, pasaron por un tiempo muy difícil. Cuando su hijo Roby nació, todo parecía estar bien, hasta que meses después los médicos les comunicaron que Roby tenía el síndrome de Down. Al cabo de unas semanas les dieron la noticia de que Roby tenía problemas del corazón y requería una operación de corazón abierto.
El día de la operación, mi esposa y yo nos encontrábamos en la habitación con Michel y Natalie. Frente a nosotros, sedado y con muchas mangueras y aparatos conectados, estaba Roby sobre una cama. Se veía diminuto. En ese tiempo solo tenía cuatro meses de vida; después de orar por Roby, con lágrimas en los ojos, Michel dijo: «Este niño nos va a traer mucha felicidad».
Cualquiera diría que esto era una negación o conformarse con lo que no podían cambiar, pero no. Michel y Natalie estaban abrazando el dolor del invierno para llegar a la primavera.
Roby ya cumplió un año de edad y su recuperación ha asombrado a sus médicos. Le habían dicho a Michel y Natalie que tal vez tendría que tomar medicamentos para el corazón toda la vida, pero a los meses, los dejó de tomar. Por eso, cuando miro a estos padres, veo a una pareja que abrazó el invierno y salió de él con un corazón paternal, no solo para su hijo sino para todos aquellos que necesitan figuras paternas. Es que cuando reconocemos y aceptamos nuestro invierno, estamos llegamos al preludio de la primavera.
Lo largo de nuestro invierno dependerá de qué tan dispuestos estemos a morir.

Que muy pronto tu invierno llegue a ser solo un recuerdo.

martes, 26 de julio de 2016

Libro: "Besando mis rodillas" [Jesús Adrian Romero] Introduccion - Esa extraña añoranza

Después de haber desayunado, salí del hotel y empecé a deambular por las calles de Mérida, Yucatán. Me había quedado luego de un evento con el fin de disfrutar un poco la ciudad.
El día me parecía perfecto. El clima era edénico y la gente amable. Era un turista sin agenda y sin mapa caminando lentamente por las aceras de las empedradas calles de la ciudad.
Después de caminar unos minutos, llegué a la plaza principal y lo primero que llamó mi atención fue un grupo de niños exploradores. Estaban formados ordenadamente frente a la catedral y sus trajes inmaculados hacían juego con sus impecables cortes de pelo. Parecían estarse preparando para salir a una excursión y cada uno de ellos escuchaba con atención las instrucciones que sus capitanes les daban mientras mantenían orden y un aire de gallardía. Al verlos, voló mi imaginación y los pude ver perfectos. Como si hubieran sido de otro planeta. Los imaginé como alumnos brillantes, bien portados y excelentes como hijos.
Continué mi recorrido y llegué a una pequeña plaza de la que provenía un sonido de música antigua pero alegre. Allí, en medio de la plaza, me encontré con un manantial de inspiración.
Unas treinta parejas bailaban al son de la música y me detuve a verlas. La mayoría eran de la tercera edad. Parecían estar vestidas con sus mejores ropas. Las mujeres usaban vestidos de olán y zapatillas. Los hombres llevaban traje y sombrero.
Las parejas bailaban como si hubieran tomado clases o fueran miembros de una academia de danza. La dignidad y el decoro de estas parejas se podían respirar en el aire.
De nuevo mi mente voló y también las imaginé casi perfectas. Parecía que flotaban por encima de los problemas que las parejas comunes suelen tener. Las imaginé con hogares y familias unidas, con hijos ejemplares. Me quedé viéndolas bailar por mucho tiempo, y al estudiar sus rostros trataba de imaginar sus historias, todas eran bellas.
Después caminé un poco más por la plaza y me detuve a comer un helado de garrafa que me supo a cielo. Continué mi recorrido por otras partes del centro de la ciudad observando a la gente platicar en las verandas de las casas, disfrutando el aire fresco de una tarde de domingo y viendo a sus hijos jugar.
Cuando el sol ya se ocultó en el horizonte, regresé a la habitación del hotel fascinado, embelesado y con una sensación extraña de añoranza. Esta añoranza es un sentimiento que conozco muy bien porque lo he experimentado muchas veces. Es un sentimiento que contiene una mezcla de alegría y tristeza. De esa tristeza que duele, pero a la vez llena de esperanza.
Es la añoranza de una idea,
un concepto,
un anhelo profundo,
un sueño de hogar.
Es una idea que siempre ha estado en mi corazón acerca de cómo debe ser el lugar en el que me gustaría habitar, vivir y permanecer.
Esta añoranza es tan fuerte que a veces me hace pensar que ya viví en ese lugar, pero no está en mi memoria, es como si el recuerdo estuviera escondido en mi subconsciente.
Este concepto de hogar es un suspiro que no acaba.
Se esconde en mis poemas y en mis canciones.
Se escapa en mis suspiros y mis oraciones.
Miro mi historia y confieso que tengo muchas razones para ser feliz. No podría ser más afortunado con la heredad que me ha tocado. Mi esposa y mis hijos son una fuente de satisfacción inagotable. Tengo amigos con los que puedo reír hasta el llanto, y muchas razones para sentirme contento, pero esta añoranza me persigue como sombra. A veces me siento como un exiliado tratando de regresar a un país que no conozco. Un lugar donde se habla un idioma que se me ha olvidado.
En una ocasión escuché a alguien decir que cuando estaba en casa anhelaba estar de viaje y cuando estaba de viaje anhelaba estar en casa. Será que ¿no encontramos nuestro hogar?
C. S. Lewis, hablando de este anhelo de vivir en el lugar perfecto dijo en sus discursos que componen el libro “The weight of glory”: «El hambre del hombre prueba que proviene de una raza que repara su cuerpo cuando come, y que habita un mundo donde comer sustancia existe. De la misma manera mi deseo de habitar en el paraíso es una buena indicación que tal lugar existe». (1)
Pero el corazón de los hombres lo añora como si ya hubiera estado allí…
y en efecto, hemos estado allí.
No fuimos nosotros sino nuestros primeros padres los que habitaron en ese país cuyo nombre significa placer. Era un lugar perfecto donde no había dolor, tristeza ni enfermedad. Todo lo que experimentaban en ese lugar era placentero, pero un día nuestros padres fueron desterrados al exilio porque se rebelaron en contra del rey de ese país.
El autor del libro de Génesis dice que la entrada a ese país ahora está resguardada por dos querubines con espadas encendidas que no nos permiten regresar al Edén, y por eso andamos como errantes, lejos de Dios y su presencia, con un recuerdo que se extingue, añorando el regreso a casa.
Lejos del paraíso, los profetas de antaño clamaban a Dios diciendo: «Acuérdate de nosotros», y un día el rey se acordó de nosotros y envió a su hijo, quien dejó el reino para venir a buscarnos y llevarnos de regreso a casa.
Cuando Jesús empezó su ministerio aquí en la tierra les decía a los hombres: «Sígueme», como insinuando:
Te voy a llevar de regreso a casa.
Voy a resolver la añoranza de tu corazón.
Y los hombres lo comenzaron a seguir…pero cuando decidió llevarlos de regreso al Edén, las espadas encendidas que los
querubines tenían en sus manos lo traspasaron a Él.
Eso fue lo que sucedió en la cruz.
Jesús pagó el precio por nuestra sedición y rebeldía. Él abrió el camino delante de nosotros y ahora podemos regresar a casa.
Este camino es la vida espiritual, pero no es un camino fácil. Hay muchas distracciones. La vida espiritual a veces nos elude.
Se nos escapa como agua entre los dedos.
Es como leve bruma que se pierde entre las montañas.
Como un eco que se extingue.
Como un silbido apacible.
Por muchos años he estado tratando de encontrar la fuente de este silbido apacible y a veces lo encuentro, a veces no. En ocasiones es tan real como nuestro respirar, y a veces es solo bruma. Por eso creo que la idea moderna de que la vida espiritual vibrante viene como resultado de una experiencia hace más daño que bien.
La vida espiritual profunda viene como resultado de escoger un estilo de vida.
Hay una espiritualidad emergente, una generación de creyentes alrededor del mundo que buscan cada día esa conexión con Dios y de eso se trata el libro que tienes en tus manos.
Estas páginas se tratan de disipar esa añoranza.

El objetivo es encontrar esos pedazos de tierra santa en medio de nuestro peregrinar. Este diálogo se trata de buscar esos momentos cuando el cielo se conecta con la tierra.

Libro: POEMAS DE DIOS [Alex Campos] Capitulo 7 - VUELVE PRONTO

CAPÍTULO 7 Vuelve pronto Mis ojos yo alcé al cielo y su rostro se escondía en las nubes del gran cielo. Sin aliento y sin consuel...