Ayer nevó toda la noche…
Hoy por la mañana, con una taza de café en la mano, salí de la cabaña.
Las ramas de los árboles se veían cargadas de nieve. Si se viene una helada,
pensé, muchas de las ramas se quebrarán bajo el peso del hielo. De
repente empecé a escuchar un ruido que subía lentamente de volumen.
Era el aire que había empezado a soplar. Parecía concentrarse
encima del lago congelado que estaba frente a la cabaña. Me di cuenta que se
movía en forma circular formando un pequeño remolino de nieve; parecía jugar,
parecía danzar con la nieve que recién había caído. Lentamente, el remolino
empezó a moverse hacia el bosque y cuando llegó a donde estaban los árboles, continuó
danzando entre ellos, y como algo planeado, como algo orquestado, la nieve de
los árboles empezó a caer.
Me pareció un espectáculo.
Una actuación.
Una lección de cómo Dios
mantiene cierto ritmo en la creación y hasta percibí que había una
verdad aún más grande danzando allí. Me di cuenta que era una parábola de cómo
Dios envía el viento de su espíritu a que soplé sobre nosotros removiendo la
nieve que el invierno nos dejó y trayendo descanso a nuestros corazones y augurando
que la primavera está a las puertas.
Que el tiempo de la canción ha llegado.
En la creación todo tiene ritmo; el día y la noche, las estaciones
del año, la rotación y revolución del planeta tierra, los árboles que mudan sus
hojas, las aves que emigran. El tiempo del silencio y de la canción del viento
y la primavera.
El ritmo de la creación no es arbitrario, es ritmo y secuencia
para la renovación y nuestra vida espiritual pasa por un proceso similar;
a veces será de día,
a veces nos llegará la noche,
a veces daremos fruto,
a veces no.
Todos pasamos por distintas estaciones porque también nosotros necesitamos
ritmo y secuencia para la renovación.
Casi siempre el inicio de la vida cristiana parece una eterna primavera.
Los nuevos creyentes no conocen el invierno o el desierto. Están viviendo una
luna de miel, pero la luna de miel no dura todo el tiempo. Tenemos que dejar de
ser niños, tenemos que crecer, madurar. Aun así, hay creyentes que viven sumergidos
en un optimismo superficial actuando como si estuvieran en primavera, cuando están
atravesando por el más crudo de los inviernos.
Cantan en medio de la muchedumbre cuando es tiempo de llorar.
Danzan cuando es tiempo de endechar.
Sin entender que: «Todo tiene su tiempo, un tiempo para llorar, un
tiempo para reír, un tiempo para estar de luto, un tiempo para saltar de gusto,
un tiempo para nacer, un tiempo para morir» (Eclesiastés 3, perífrasis).
No somos robots, no vivimos en automático. Somos seres con alma y emociones,
sujetos a cambios, y el actuar como si viviéramos en una eterna primavera hace
más daño que bien. Es necesario descubrir que mientras más contacto tengamos con
nuestra fragilidad y nuestro invierno, más sincera y profunda será nuestra
espiritualidad.
Las estaciones espirituales son un hecho, una realidad que puedes negar,
pero será contraproducente.
La primavera espiritual es un tiempo de mucha anticipación, una etapa
para soñar y reír. Todo lo que pensamos es edificante y positivo.
Creemos en la bondad de todos.
Creemos que todo se puede lograr.
El mundo se viste de colores.
Sientes a Dios cerca,
puedes verlo en la naturaleza y en los demás.
Así como en la primavera la naturaleza se renueva, la primavera espiritual
es un tiempo de renacer y volver a empezar. Alguien dijo: «El día que el Señor
creó la esperanza, probablemente fue el mismo día que creó la primavera».
Todos hemos vivido la primavera. Es un tiempo de amplias sonrisas.
Nada te detiene,
nada te lastima,
ningún menosprecio,
ninguna ofensa.
En la primavera excusamos el mal comportamiento de los demás. Cuando
los demás se ven desesperados en medio del tráfico de la ciudad, tú sonríes.
Entre pañales, niños llorando y el teléfono sonando, tú cantas y sueñas.
Te vuelves optimista. Sientes que la gente te sonríe, que la vida te sonríe,
que Dios te sonríe.
ES
NECESARIO
DESCUBRIR
QUE MIENTRAS
MÁS CONTACTO
TENGAMOS
CON NUESTRA
FRAGILIDAD Y
NUESTRO INVIERNO,
MÁS SINCERA
Y PROFUNDA
SERÁ NUESTRA
ESPIRITUALIDAD.
Al mirar la vida de Jesús podemos notar que las estaciones
espirituales también tomaron lugar. La primavera se muestra esplendorosa en el
ministerio de Jesús durante su bautismo, los días posteriores a este y el
principio de su ministerio. En el bautismo, Jesús es reconocido como el cordero
de Dios que quita el pecado del mundo, es bautizado, el Espíritu de Dios
desciende sobre Él en forma de paloma, y el padre declara que Jesús es su hijo
amado. Al estar a punto de iniciar su ministerio terrenal, Jesús, como ser
humano, necesitaba escuchar la voz de su padre, diciendo quién era, afirmándolo,
dándole seguridad.
Así es la primavera, todo resulta edificante y positivo, te
sientes amado y afirmado. Toda duda que Jesús pudo haber tenido en el desierto
(invierno) es disipada en el momento del bautismo.
Luego también la primavera es un tiempo de soñar y anunciar
planes, y así sucede con Jesús. «El reino de los cielos se ha acercado»,
declaraba en Mateo 3.2.
Después de esto empieza a planear su ministerio llamando a los
doce hombres que serían parte de su equipo. En la primavera hay emoción en el
aire, los discípulos sueñan con lo que Jesús hará con Israel y la restauración
del Reino.
Si alguna vez te has sentido emocionado, expectante, lleno de vida
y planeando para el futuro, estabas viviendo una primavera espiritual.
Esta etapa es muy importante. Como ya dijimos, las estaciones no son
arbitrarias. Todos necesitamos la emoción y el entusiasmo de la primavera,
porque esta nos encaminará al verano.
Necesitamos llegar al verano con fuerzas, con una buena actitud,
con ánimo y brillo en los ojos.
El verano es un tiempo de mucho trabajo, de mucho sol, de crecimiento
y cosecha. En esta etapa, la tierra es fértil y nuestros esfuerzos dan fruto,
los ministerios florecen, las iglesias crecen.
Con poco esfuerzo se obtienen grandes resultados. La alegría y el ánimo
de la primavera nos dan el ímpetu que necesitamos para trabajar en el verano.
En el verano te va bien en tu trabajo, te va bien con tu familia, te va bien en
tu relación con Dios, quieres ser parte de una comunidad y reunirte, quieres
involucrarte y trabajar. Los veranos son tiempos de vendimia, fiesta y
celebración.
En los veranos descubrimos el propósito de nuestra vida, nuestra vocación,
nuestro llamado.
Recuerdo mi primer «verano» como adolescente. Recuerdo la emoción
de haber descubierto que tenía un llamado. Aún tenía mucho que aprender, mucho
que crecer, pero había descubierto mi llamado. Pensaba que podía lograr
cualquier cosa. Mi autoestima estaba por los cielos, me sentía seguro de mí y creía
que nada era imposible. Mi vida había encontrado propósito. Con una guitarra en
la mano quería conquistar no solo a las chicas sino al mundo entero.
En el ministerio de Jesús vemos el verano cuando su ministerio empieza
a florecer, cuando las multitudes lo empiezan a seguir. Cuando Jesús enseñaba y
hacía milagros era común que cinco mil o diez mil personas lo siguieran. Su fama
se extendió por todo el Jordán y las multitudes lo apretaban, querían tocarlo
para ser sanados, y para poder hablar con la gente se tuvo que subir a una
barca.
En el verano los días son más largos y se aprovecha hasta el último
momento y algunos no conocen el cansancio, y si lo conocen, es un cansancio que
agrada. Un cansancio que te arrulla cuando tienes que dormir y descansar. «A su
amado dará Dios el sueño» (Salmos 127.2).
En el verano es tanta la satisfacción del trabajo que a veces se
nos olvida comer. Cuando Jesús estaba en su verano también se le olvidaba
comer.
Un día cuando sus discípulos le trajeron de comer, Jesús se rehusó
a comer y les dijo: «Yo tengo otra comida» …Así son los veranos.
Pero los veranos no duran todo el año.
Haría daño tanta abundancia. Tanta miel empalaga.
El calor del verano no siempre es bueno. A veces es necesaria la escasez…
La necesidad nos enseña…
nos ubica…
nos regresa al centro.
Así que después de la cosecha y la abundancia, después de las conquistas
y las vacas gordas, inevitablemente llegará el otoño y con el otoño llegarán
los días grises.
El otoño es un tiempo de cambio, parecido a la primavera, pero al revés.
Las flores se secan y comienzan a morir. Las hojas de los árboles se
apergaminan y empiezan a caer. El viento sopla y la lluvia cae. Los días se
hacen más cortos.
El cielo se nubla y nuestra actitud también.
Durante el otoño, muchos sufren de depresión y ansiedad, y aunque suene
a tabú, los cristianos también sufren de depresión y ansiedad, y van a terapia
con el psicólogo. La depresión y la ansiedad son sentimientos que vienen con el
otoño espiritual, y con mucha frecuencia son el resultado de haber perdido la
conexión con Dios, esa conexión que nos da vida, significado e identidad.
En el otoño muere el verano, y mientras más productivo haya sido nuestro
verano, más gris veremos nuestro otoño, porque es mucho más lo que estamos
perdiendo, mucho más lo que estamos dejando.
Muchos se aferran a cosas que tienen que soltar; un ministerio,
una relación, un sueño… y aunque el otoño no siempre significa que dejaremos de
hacer lo que estábamos haciendo, sí significa que vienen cambios.
Durante los otoños, el trabajo que antes era un deleite se
convierte en una carga. Entonces, los resultados que antes se lograban con
facilidad, ahora se alcanzan con mucha dificultad. Al igual que en los veranos,
nos cansamos, pero este tipo de cansancio nos quita el sueño, y a veces
sufrimos de insomnio, nuestra mente da vueltas y quisiéramos poder apagarla.
Este es el tiempo de la rutina. Caminamos en automático… hacemos las cosas por
inercia y responsabilidad más que por pasión.
En la vida de Jesús vemos la llegada del otoño cuando empieza a ser
malentendido, rechazado y perseguido. Pasa de la popularidad a la persecución,
de la amistad a la traición. Pasa del compañerismo con sus amigos al abandono
de sus amigos. De hecho, uno de sus amigos más cercanos, aquel que mojaba el
pan en su plato, lo traiciona con un beso… y a todos nos sucede lo mismo.
Antes de apartarse a orar en el huerto de Getsemaní, Jesús les
dijo a sus amigos: «Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y
velad conmigo» (Mateo 26.38). Los sentimientos de tristeza y desánimo son solo
una señal de que el verano se acabó. En este periodo, como Jesús, muchos sienten
tristeza, necesidad de oración y compañía y es que en el otoño se pierde el
optimismo de la primavera y las fuerzas del verano.
Después de haber declarado que iba a la cruz, y después de reprender
a Pedro por tratar de disuadirlo, después de haber declarado que el buen pastor
su vida da por las ovejas, encontramos a Jesús en su otoño, en el huerto de Getsemaní
orando al padre y diciendo: «Padre, si quieres, te pido que quites esta copa de
sufrimiento de mí. Sin embargo, quiero que se haga tu voluntad, no la mía»
(Mateo 26.39, perífrasis).
En el otoño nos inunda la incertidumbre y cuestionamos nuestro
llamado.
Dudamos de nuestra habilidad.
Jesús pasa de ser seguido por la multitud a escuchar a la multitud
gritar: «Crucifíquenlo». Y así son los otoños, algunos buscarán crucificarte.
DURANTE
EL OTOÑO,
MUCHOS
SUFREN DE
DEPRESIÓN Y
ANSIEDAD, Y
AUNQUE
SUENE A
TABÚ, LOS
CRISTIANOS
TAMBIÉN
SUFREN DE
DEPRESIÓN Y
ANSIEDAD, Y
VAN A
TERAPIA CON
EL
PSICÓLOGO.
No podemos pasar del otoño a la primavera, así que la lluvia del otoño
se convertirá en nieve y el frío nos empezará a doler.
Duele el frío,
duele el aire,
duele respirar.
Duele la falta de amigos, o la falta de atención de los amigos.
Duele la escasez.
Nuestro cuerpo y nuestro corazón buscan calor, abrigo. Nos
volvemos sensibles, y los hombres que no lloraban lloran porque invariablemente
llegará el invierno, y así como la luz del sol se esconde en los inviernos, una
nube de oscuridad parece esconder a Dios.
Es entonces que no hallamos de dónde agarrarnos. Como astronautas
en el espacio, perdemos nuestro vertical local, perdemos el sentido de
orientación y no sabemos dónde es abajo o arriba.
Dejamos de discernir entre el norte y el sur. Sin gravedad, en el invierno
perdemos nuestro norte.
La madre Teresa experimentó este tipo de invierno en su vida espiritual.
Esto fue lo que escribió antes de una navidad: «Cristo está en nuestros
corazones, Cristo está en los pobres que llegamos a conocer, Cristo está en la
sonrisa que damos y en la sonrisa que recibimos».
Once semanas después le escribía a su confidente espiritual las
siguientes palabras: «Jesús tiene un amor especial por ti, pero en lo que a mí
respecta; el silencio y el vacío es tan grande que miro y no veo, trato de escuchar,
pero no oigo nada».
En el invierno enfrentamos la desesperanza y perdemos la confianza.
Jesús en medio de su invierno clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
(Mateo 27.46).
Aparentemente Jesús no tenía de dónde agarrarse.
Por mucho tiempo no entendí a las personas que piensan en el suicidio,
tenía compasión de ellas, pero no las entendía. Mi mente decía: con tanta
belleza, tanta vida, tanta alegría, tantas cosas buenas, ¿cómo puede alguien
pensar en el suicidio? Y aunque nunca he pensado en el suicidio, sí he conocido
por momentos la desesperanza del invierno, y cuando cruzas por un crudo
invierno puedes llegar a entender a los que no tienen esperanza.
Cuando veo a las personas en una reunión no espero la misma respuesta
de todos… cada uno está pasando por diferentes etapas de crecimiento,
diferentes estaciones espirituales.
En el invierno la vida parece acabarse,
el huerto deja de dar fruto,
el canto de las aves se extingue,
no resistieron el invierno y emigraron,
y quisiéramos emigrar con ellas…
En el invierno todo muere y en el invierno espiritual debemos
morir. Aunque la muerte suene como el fin, en la vida espiritual no lo es.
Fue a través de la muerte que Jesús triunfó sobre sus enemigos.
Es a través de nuestra muerte que también nosotros triunfaremos.
Cada invierno es un tiempo para pensar en las cosas que deben
morir en nosotros. Mientras más tiempo nos tome entenderlo, más largo será nuestro
invierno. Al conversar con personas que están pasando por un invierno y surge
la pregunta acerca de lo que debe morir en ellas, inmediatamente piensan en
cosas malas, pero no siempre es así. En el invierno también mueren cosas buenas.
Hay ministerios que deben morir para descubrir lo nuevo que Dios tiene para
nosotros. No podemos dar la bienvenida a Isaac si nos hemos conformado con Ismael.
Aunque en los inviernos Dios parece distanciarse, es cuando más cerca
está de nosotros.
Jesús camina a nuestro lado, pero como los caminantes a Emaús, no
le reconocemos porque nuestros ojos están vendados. Es durante los inviernos
que más oramos y, aunque nuestras oraciones parecen no encontrar respuestas, es
cuando más crecemos. Curiosamente, después de haber atravesado un invierno, después
de haber pasado por una situación devastadora en la vida, la mayoría de las
personas dicen: fue lo mejor que me pudo haber sucedido.
No es negación.
Es abrazar el invierno.
Es abrazar los procesos por los cuales Dios nos permite pasar para
que nuestra fe crezca porque son los inviernos los que le dan autenticidad a
nuestra fe (1 Pedro 1.6–7).
En medio del abandono, la fe de Jesús prevalece y lo lleva a orar
al padre diciendo: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23.46), y
después de eso, expiró.
No hay crecimiento espiritual sin invierno.
No hay resurrección sin muerte.
No hay victoria sin cruz.
El camino a la madurez espiritual nos llevará por el valle de la muerte,
por el desierto, por el invierno, o como expresó San Juan de la Cruz, «por la
noche oscura del alma».
Michel Blanco, baterista de nuestra banda y su esposa Natalie, pasaron
por un tiempo muy difícil. Cuando su hijo Roby nació, todo parecía estar bien,
hasta que meses después los médicos les comunicaron que Roby tenía el síndrome
de Down. Al cabo de unas semanas les dieron la noticia de que Roby tenía
problemas del corazón y requería una operación de corazón abierto.
El día de la operación, mi esposa y yo nos encontrábamos en la habitación
con Michel y Natalie. Frente a nosotros, sedado y con muchas mangueras y aparatos
conectados, estaba Roby sobre una cama. Se veía diminuto. En ese tiempo solo
tenía cuatro meses de vida; después de orar por Roby, con lágrimas en los ojos,
Michel dijo: «Este niño nos va a traer mucha felicidad».
Cualquiera diría que esto era una negación o conformarse con lo
que no podían cambiar, pero no. Michel y Natalie estaban abrazando el dolor del
invierno para llegar a la primavera.
Roby ya cumplió un año de edad y su recuperación ha asombrado a sus
médicos. Le habían dicho a Michel y Natalie que tal vez tendría que tomar
medicamentos para el corazón toda la vida, pero a los meses, los dejó de tomar.
Por eso, cuando miro a estos padres, veo a una pareja que abrazó el invierno y salió
de él con un corazón paternal, no solo para su hijo sino para todos aquellos
que necesitan figuras paternas. Es que cuando reconocemos y aceptamos nuestro invierno,
estamos llegamos al preludio de la primavera.
Lo largo de nuestro invierno dependerá de qué tan dispuestos estemos
a morir.
Que muy pronto tu invierno llegue a ser solo un recuerdo.