lunes, 25 de mayo de 2015

Libro: "Buenos días, Espíritu Santo" [Benny Hinn] - Capitulo 2

Capítulo 2
Desde Jaffa hasta lo último de la tierra

Fue en diciembre de 1952 en Jaffa, Israel.
Clemence Hinn, a punto de dar a luz su segundo hijo, estaba en el hospital, mirando, a través de la ventana de su cuarto de maternidad, una vista hermosa. Las aguas azul oscuro del Mediterráneo se extendían interminablemente. Pero el corazón de esta mujercita de descendencia armenia estaba turbado. Ella estaba destruida por la amargura, el temor y la vergüenza.
A distancia, ella podía ver el grupo de rocas negras en el mar, las rocas de Andrómeda. La leyenda griega dice que la dama Andrómeda estaba encadenada a una de ellas cuando Perseo bajó volando en su caballo alado, hirió al monstruo marino y la rescató.
Clemence deseaba que alguien de alguna manera bajara y la salvara de otro año de humillación y desgracia. Ella era una mujer ortodoxa griega devota, pero no sabía mucho acerca del Señor. En aquel cuarto humilde del hospital, sin embargo, trató de negociar con Él.
Mientras estaba parada al lado de la ventana, sus ojos penetraron el cielo, y ella dijo mentalmente: “Dios, solo tengo una petición. Si me das un niño, yo te lo devolveré a ti”.
Lo volvió a repetir: “Por favor, Señor. Si me das un niño, te lo devolveré a ti”:

JAFFA

Seis bellas rosas.
El primer niño nacido a Costandi y Clemence Hinn fue una niña encantadora, llamada Rose. Pero en la testaruda cultura del Oriente Medio –y especialmente en la tradición de los antepasados de Hinn- el primogénito debía haber sido un hijo y heredero.
La familia de Constandi, emigrantes a Palestina de Grecia, comenzaron a perseguir a Clemence por su fracaso en producir un niño. “Después de todo”, bromeaban ellos, “todas tus cuñadas tienen niños”. Se reían y se mofaban de ella hasta hacerla llorar, y ella sentía vergüenza en el matrimonio que sus padres tan cuidadosamente habían arreglado.
Sus ojos estaban todavía húmedos al quedarse dormida. Y durante la noche tuvo un sueño que todavía recuerda: “Yo vi seis rosas –seis rosas bellas en mi mano” –dijo ella. “Y yo vi a Jesús entrar en mi cuarto. El vino a mí y me pidió una de ellas. Y yo le di una rosa”.
Al continuar el sueño, un joven bajito, delgado, de pelo negro –ella recuerda cada detalle de su rostro- vino hacia ella y la envolvió en un lienzo grueso.
Cuando despertó, se preguntó a si misma: “¿Qué significa ese sueño? ¿Qué podría ser?”
El día siguiente, 3 de diciembre de 1952, nací yo.
Nuestra familia, con el tiempo, iba a tener seis niños y dos niñas pero mi madre nunca olvido su pacto con Dios. Más tarde me contó su sueño –y que yo era la rosa que ella le entregó a Jesús.
Yo fui bautizado en la iglesia ortodoxa griega por el patriarca de Jerusalén, llamado Benedictus. De hecho, durante la ceremonia el me dio su nombre.
Haber nacido en la Tierra Santa quiere decir que uno ha nacido en una atmosfera donde la religión arroja una sombra amplia inescapable. A la edad de dos años fui matriculado en una institución preescolar católica, y formalmente fui educado por monjas –y más tarde por monjes- por catorce años.
Para mí, Jaffa era una ciudad bella. De hecho, eso es lo que la palabra significa –bella. Jaffa en árabe, Jope en griego, o Yafo en hebreo. En cualquiera de los tres idiomas el significado es el mismo.
De niño me gustaba oír los relatos de la historia que me rodeaba. Jaffa fue fundada antes de escribirse la historia. Se menciona como una ciudad cananea en la lista del tributo del faraón Tutmosis III, en el siglo quince A.C.; aun antes de Josué pelear la batalla de Jericó. Y fue donde el rey fenicio Hiram de Tiro descargaba la madera de cedro para el templo del rey Salomón.
Aunque es fascinante, la historia no ha favorecido a mi lugar de nacimiento. Jaffa fue invadida, capturada, destruida y vuelta a edificar una y otra vez. Simón el Macabeo, Vespasiano, los Mamelucos, Napoleón, y Allenby, todos ellos se la han disputado.
Solo seis años antes de yo nacer, Jaffa pasó a ser parte de una nueva nación, el estado profético de Israel. Pero la comunidad misma no era judía.

El alcalde Hinn
Mi padre fue el alcalde de Jaffa durante mi niñez. Él era un hombre fuerte, media alrededor de seis pies y dos pulgadas, y pesaba doscientas cincuenta libras, y era un líder natural. Era fuerte en todo sentido –física, mental y volitivamente.
Su familia vino de Grecia a Egipto antes de establecerse en Palestina. Pero ser “de cualquier otro lugar” era común allí. La Jaffa de mi niñez era en realidad una ciudad internacional.
Bajando por la calle Raziel hasta a plaza de la Torre, donde está la torre del reloj del Jubileo de Abdul Hamid, la cárcel de paredes de piedra, y la Gran Mezquita, construida en 1810, yo podía oír a la gente hablar en francés, búlgaro, árabe, yidish y otras lenguas. Y en los kioscos y cafés al aire libre, podía tomar una muestra de baklava, zlabiya, felafe, sum.sum, y docenas de otras golosinas.
Así que allí estaba yo, nacido en Israel, pero no judío. Criado en una cultura árabe, pero no árabe de origen. Asistiendo a un colegio católico, pero criado como ortodoxo griego.
Los idiomas son fáciles en esa parte del mundo. Yo creía que para todo el mundo era normal que hablase tres o cuatro idiomas. En nuestro hogar se hablaba árabe, pero en el colegio las hermanas católicas enseñaban en francés, excepto por el Antiguo Testamento que se estudiaba en hebreo antiguo.
Durante mi niñez, los cien mil habitantes de Jaffa colindaban con la creciente población de los judíos de Tel Aviv al norte. Hoy la metrópolis tiene el nombre oficial de Tel Aviv-Jaffa. Unas cuatrocientas mil personas viven en el área.
En realidad, Tel Aviv comenzó como un experimento judío en 1909, cuando sesenta familias compraron treinta y dos acres de terreno arenoso al norte de Jaffa y se trasladaron al lugar. Estaban cansados de las apiñadas y ruidosas vecindades árabes donde vivían. La expansión continuó, hasta que Tel Aviv vino a ser la ciudad más grande en Israel.
Aunque mi padre no era judío, los líderes israelitas confiaban en él. Y ellos estaban contentos de tener a alguien en Jaffa que pudiera relacionarse con una comunidad tan internacional. Nosotros estábamos orgullosos de su círculo de amigos, que incluía a muchos líderes nacionales. A él se le pidió que fuera embajador de Israel en naciones extranjeras, pero decidió quedarse en Jaffa.
Sin embargo, había poco tiempo para la familia. De hecho, no puedo decir, realmente, que yo conocía a mi papa en aquel tiempo. Parecía que él siempre estaba asistiendo a una función oficial o a una reunión importante.
Él no era una persona expresiva, solo estricta –y raras veces tenia demostraciones físicas de afecto. (Mi madre, sin embargo, suplía todo eso). Eso también era parte de la cultura. ¡Los hombres eran hombres!
Vivíamos cómodamente. La posición de papa en el gobierno hizo posible que tuviéramos un hogar en los suburbios. Era un hogar maravilloso, que tenía una tapia alrededor con vidrios arriba para seguridad. Mi mama era un ama de casa en todo el sentido de la palabra; criar aquella prole de pequeños Hinn era un trabajo de tiempo completo.

Un capullo católico
Al continuar mi educación, yo me consideraba ser católico. El proceso comenzó bien temprano. El colegio preescolar a que asistí era más como un convento. La misa se celebraba regularmente. Mis padres no protestaron porque una educación privada católica era considerada la mejor disponible.
Durante la semana estudiaba con monjas, y los domingos iba a la iglesia ortodoxa griega con mama y papa. Pero eso no se consideraba un problema principal en la poliglota Jaffa. Lealtad a una iglesia en particular no parecía tan importante.
¿Era yo católico? Absolutamente. El catolicismo era mi vida de oración. Ocupaba mi tiempo y atención cinco días a la semana. Vino a ser mi mentalidad. Prácticamente yo vivía en el convento encerrado, y en aquel capullo yo llegue a estar alejado del mundo.
También estaba separado del mundo de una manera desafortunada. Desde temprana edad tuve la aflicción de la tartamudez. A la más mínima presión social o nerviosismo comenzaba a tartamudear, y era casi insoportable. Se me hacía difícil hacer amigos. Algunos niños se burlaban de mí, otros permanecían alejados.
Yo sabía muy poco de evento mundiales –solo lo que mis maestras deseaban que yo supiera. Pero era un experto en la vida católica. Al continuar la escuela, asistí al College de Frere (Colegio de Hermanos), y fui enseñado por frailes.
Aun siendo un niño pequeño, yo era extremadamente religioso. Oraba y oraba –probablemente más que lo que muchos cristianos oran hoy. Pero todo lo que yo sabía orar era el Ave María, el Credo, la Oración del Señor, y otras oraciones prescritas.
Solo raras veces hablaba realmente con el Señor. Cuando tenía alguna petición específica, la mencionaba. De otra manera mi vida de oración era bien organizada. Muy rutinaria.
La máxima parecía ser: “Debes sentir dolor cuando oras”. Y esto era fácil. No había prácticamente ningún lugar para arrodillarse excepto en la roca blanca de Jerusalén que estaba dondequiera. La mayoría de los hogares son hechos de ella. Y las escuelas a las que yo asistía no tenían alfombra, solo pisos de roca blanca.
Realmente llegue a creer que si uno no sufre con suplica, el Señor no le escucha, que el sufrimiento era la mejor manera de ganar el favor de Dios.
Aunque prácticamente ninguna espiritualidad acompañaba a la enseñanza, todavía aprecio el fundamento que recibí en la Biblia. A menudo pienso, “¿A cuántos niños se les enseña el Antiguo Testamento en hebreo?” Y nuestros viajes literalmente hacían viva la Palabra de Dios.
Una vez viajamos al Neguev, donde nos paramos a lado de los pozos que Abraham había cavado y aprendimos acerca de él. Aquella experiencia quedara conmigo para siempre.

Su túnica era más blanca que lo blanco
Muchas veces en mi vida Dios me ha hablado en visión. Solamente sucedió una vez durante mis años en Jaffa, cuando era niño de once años.
Realmente creo que fue en aquel momento cuando Dios comenzó a moverse en mi vida. Puedo recordar la visión como si hubiera sido ayer. Yo vi a Jesús entrar a mi cuarto. Él tenía puesta una túnica que era más blanca que lo blanco, y un manto rojo oscuro sobre la túnica.
Vi su pelo. Mire sus ojos. Vi las señales de los clavos en sus manos. Lo vi todo
Tú tienes que entender que yo no conocía a Jesús. No le había pedido que viniera a mi corazón. Pero en cuanto lo vi, lo reconocí. Sabía que era el Señor.
Cuando sucedió, yo estaba dormido, pero, de repente, mi cuerpecito fue arrebatado en una sensación increíble que solo se puede describir como “eléctrica”. Sentí como si alguien me hubiera conectado a un enchufe eléctrico. Sentía un adormecimiento como si agujas –un millón de ellas- entraran a través de mi cuerpo.


Y luego el Señor se paró frente a mí mientras yo estaba en un sueño bien profundo. Me miro directamente con los ojos más bellos que he visto. Sonrió y Sus brazos se abrieron. Yo podía sentir su presencia; fue maravillosa y nunca la olvidaré.
El Señor no me dijo nada, solo me miro y luego desapareció.
Inmediatamente me halle bien despierto. En ese momento, apenas podía entender lo que estaba pasando; pero no fue un sueño. Aquella clase de sentimientos no ocurren en un sueño. Dios me permitió experimentar una visión que crearía una impresión indeleble en mi vida joven.
Al despertarme, la sensación maravillosa todavía estaba allí. Abrí los ojos y mire alrededor, pero este sentimiento intenso, poderoso estaba todavía en mí. Me sentí totalmente paralizado, no podía mover un musculo, ni una pestaña; estaba completamente petrificado allí. Este sentimiento extraño me sobrecogió, pero no me dominó.
En realidad, sentí que podía decir: “No, yo no deseo esto”, y la experiencia se hubiera ido; pero no dije nada. Mientras estaba allí, despierto, el sentimiento permaneció conmigo, luego lentamente se fue.
En la mañana, le conté a mi mama la experiencia, y todavía ella recuerda sus palabras. Ella dijo: “Entonces, tú tienes que ser un santo”.
Cosas así no le ocurren a la gente de Jaffa, ya sean católicos u ortodoxos griegos. Por supuesto, yo ciertamente no era “santo”, pero mi madre creía que si Jesús venía a mí, Él tenía que estar designándome para un llamamiento más alto.
Mientras Dios estaba tratando con mi vida, había otros factores que cambiarían para siempre el futuro de nuestra familia.





LO ÚLTIMO DE LA TIERRA

De Gaza a las alturas de Golán
Viviendo en Israel durante los años sesenta, yo podía sentir la creciente tensión política. Las incursiones árabes a Israel ocurrían casi a diario a lo largo de las fronteras con Egipto, Jordania y Siria. Y el ejército israelita se desquitaba regularmente, con sus propias incursiones a territorio árabe.
En mayo de 1967, Israel y los tres países árabes alertaron a sus fuerzas armadas para una posible guerra. A petición de Egipto las tropas de las Naciones Unidas salieron del Corredor de Gaza y de la Península de Sinaí.
Luego, el 5 de junio de 1967 los aviones de Israel bombardearon campos de aviación en Egipto, Jordán y Siria. Se llamó la guerra de los Seis Días. En menos de una semana, los israelitas destruyeron la fuerza aérea árabe casi completamente. Las tropas israelitas ocuparon el Corredor de Gaza, la Península de Sinaí, la Cisjordania y las alturas de Golán en Siria. De repente, Israel controlaba un total de territorio árabe como de tres veces el área del mismo Israel.
Nunca olvidare el día, temprano en 1968, cuando mi padre reunión la familia y nos dijo que estaba haciendo planes para que emigráramos. Él dijo: “Por favor no discutan esto con nadie, porque puede haber algunos problemas con nuestras visas de salida”.
Al principio, el plan era mudarnos a Bélgica. Papa tenia algunos parientes allí, y la idea de mudarnos a un país de habla francesa, sonaba emocionante. Después de todo, esa era la lengua de mi educación.
Entonces una mañana un agregado de la embajada canadiense vino a nuestro hogar y nos enseñó una película corta de la vida en Canadá. Toronto parecía una ciudad muy prospera. Papa tenía dos hermanos allí, pero dudábamos de que calificaran financieramente para ser nuestros garantes.
Los interrogantes que rodeaban nuestra salida parecían aumentar cada día. En una ocasión mi padre nos dijo que pudiera ser que no estuviéramos listos para salir del país en los próximos cinco años.

Yo hice un trato con Dios
Para ese tiempo todos estábamos tan ansioso de salir, que yo me arrodillé –en aquella roca de Jerusalén- e hice un voto a Dios; “Señor”, oré, “si tú nos sacas, te daré la botella más grande de aceite de oliva que pueda encontrar”. Y añadí: “Cuando lleguemos a Toronto, la llevare a la iglesia y te la presentaré con acción de gracias”.
En mi crianza, negociar con Dios no era raro. Y el aceite de oliva era caro y precioso. Así que hice el voto.
Después de algunas semanas, un joven de la embajada canadiense llamo a mi padre para decirle: “Señor Hinn, hemos logrado la salida –no me pregunte cómo-. Todos sus papeles están en orden, y pueden salir cuando ustedes estén listos”.
No me llevo mucho tiempo. Vendimos casi todas nuestras posesiones y nos preparamos para una vida nueva en Norteamérica.
Durante aquellos últimos días en la Tierra Santa, yo tenía el presentimiento de que algo grande estaba a punto de ocurrir. Sabía que estaba dejando una ciudad especial, pero sentía que lo mejor para mi estaba por venir.
Fue del puerto de la antigua ciudad de Jope –mi Jaffa- de donde salió Jonás. Y el resultado fue la salvación de Nínive.
Y cuantas veces yo había subido a la Ciudadela, el monte alto frente al puerto. Cerca del faro hay una iglesia franciscana construida en 1654. Al lado de ella está el lugar de la casa de Simón el curtidor, donde el apóstol Pedro se quedó por algún tiempo y tuvo una visión que cambio el mundo. Oyó la voz de Dios diciéndole que recibiera a los gentiles, tanto a los judíos en la iglesia. Pedro respondió: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35).
Desde aquel mismo momento, el mensaje de Cristo se extendió desde Jope a Cesarea y hasta el fin del mundo –beneficiando a toda la humanidad.
Mientras íbamos por la carretera de Haganah al aeropuerto de Lod, yo me preguntaba: “¿Volveré a ver este lugar?” pensé en aquellas monjas católicas que tan amorosamente me habían enseñado. ¿Había visto yo sus rostros por última vez?
Por la ventana del avión mire por última vez Tel Aviv, una inmensa expansión de cubos de color gris blanquecino. Detrás de mi había millas de naranjales de color verde oscuro. Las colinas de Judea languidecían en la distancia.
Al dirigirnos sobre las aguas del Mediterráneo, mire hacia abajo y dije un último adiós a Jaffa. Había un nudo en mi garganta. Yo tenía catorce años, y era el único hogar que había conocido.

Helado en el kiosco
La llegada de la familia Hinn a Toronto en julio de 1968 no fue un evento anunciado. Y así era como mi padre lo deseaba. Ningún comité nos dio la bienvenida. Y él no tenía promesa de trabajo.
Llegamos con la ropa que traíamos puesta, unas cuantas posesiones en las maletas y un poco de dinero de lo que habíamos vendido en Jaffa. Era suficiente para vivir algunos días.
Nuestra nueva vida comenzó en un apartamento alquilado.
¡Qué impacto aquel de aterrizar de subidito en una cultura “extranjera”! Yo podía tartamudear en varios idiomas, pero el inglés no era uno de ellos. “Uno, dos, tres” era todo lo que sabía decir. Pero papa había estudiado suficiente inglés como para llenar una solicitud de empleo. Y resultó. El acepto el reto de llegar a ser, de todas las cosas, un vendedor de seguros.
Yo no sé si fue la carga de tener que criar una familia grande o su confianza natural en tratar con la gente, pero mi papa llego a prosperar inmediatamente en su nueva profesión. En pocos meses nos mudamos a nuestro propio hogar. Todos estábamos orgullosos de esto.
La vida cambio rápidamente para mí. En vez de asistir a un colegio privado católico, fui a una escuela pública –la Escuela Secundaria Georges Vanier. Y como la mayoría de los niños en la escuela tenían trabajo de media jornada, eso era lo que yo quería hacer.
Vivíamos en la sección North York de Toronto, y no muy lejos el nuevo centro comercial de Fairview se había abierto. Yo solicite empleo en un pequeño kiosco que vendía hamburguesas y helado. Aunque no tenía experiencia previa de trabajo, me aceptaron. Y todos los días después del colegio allá iba yo.
Un sábado, fui a un mercado y le pregunte al gerente: “¿Dónde puedo encontrar un buen aceite de oliva? Yo necesito la botella o recipiente más grande que usted tenga” Por supuesto que el encontró uno grande.
Al día siguiente, camine orgullosamente a la iglesia ortodoxa griega y cumplí mi voto a Dios. Lo coloque al frente del altar y silenciosamente dije: “Gracias, Señor. Gracias por traernos salvos a nuestro nuevo hogar”.
Mi corazón estaba tan lleno como aquel frasco de aceite.
En el kiosco hice mi trabajo. Debido a mi tartamudez, no conversaba mucho, pero velozmente echaba el helado en aquellos barquillos. Trabaje con un compañero llamado Bob.

¿Habría perdido Bob la razón?
Nunca olvidare el día en 1970 cuando fui a trabajar y encontré que Bob había hecho algo muy extraño. En todas las paredes de aquel pequeño kiosco había puesto pedazos de papel con versículos de la Escritura. Yo pensé que había perdido la razón.
Yo sabía que él era cristiano –el me lo había dicho. ¿Pero no iba esto demasiado lejos? Me dije a mi mismo: “¿Por qué está haciendo esos pedazos de papel?” instantáneamente comenzó a testificarme. Pensé que nunca pararía. Y cuando terminó, decidí mantenerme lo más lejos que pudiera de este compañero loco.
Por mucho tiempo trate de evadirlo. Pero era casi imposible. Después de todo, teníamos que trabajar juntos. Una y otra vez el traía el tema de la religión. Pero era más que eso: él quería hablar sobre el “nuevo nacimiento”, una frase que no estaba en mi vocabulario limitado –tampoco en mi punto de vista de la Escritura.
Finalmente Bob dejó de trabajar en el kiosco, pero muchos de sus amigos estaban en mi colegio. Y por los próximos dos años yo hice todo lo que pude por evadirlos. Pensé: “son un montón de cosas raras”. Se veían extraños. Hablaban extraño. Eran completamente opuestos a monjas que me habían enseñado.
Durante mi último año en Georges Vanier, por segunda vez en mi vida, tuve un encuentro con el Señor. El vino a mi cuarto y me visitó. En esta ocasión fue en la forma de un sueño inolvidable.
En Jaffa cuando yo tenía once años, la visión de Jesús fue de pie frente a mí, había dejado una impresión indeleble. Pero ahora en Toronto, no estaba envuelto en el estudio de la escritura. Todavía iba a la iglesia. Pero lo que estaba a punto de ocurrirme vino cuando menos lo esperaba. Fue totalmente inesperado, y fui petrificado por la experiencia.
Permíteme decir exactamente lo que pasó en mi cuarto aquella noche fría en febrero de 1972.
En el sueño, yo me encontré descendiendo por una escalinata larga, oscura. Era tan inclinada que pensé que me caía. Y me llevaba a un abismo profundo sin fin.
Estaba atado con una cadena a un prisionero frente a mí y a otro prisionero detrás de mí. Yo estaba vestido con la ropa de un preso. Había cadenas en mis pies y alrededor de mis muñecas. Hasta donde yo podía ver al frente y detrás de mí, había una interminable línea de cautivos.
Luego, en aquella niebla de aquel abismo semi oscuro, vi docenas de hombrecitos que se movían alrededor. Eran como  enanos con orejas en una forma rara. Yo no podía ver sus rostros, y sus formas eran casi invisibles. Pero nos halaban hacia abajo como un hato de ganado para el matadero –o aun peor.
Súbitamente, apareciendo no sé de donde, estaba el ángel del Señor. Oh, fue maravilloso verlo. El ser celestial revoloteaba al frente de mí, solo a unos pasos.
Nunca en mi vida he visto tal cosa –ni aun en sueño. Un ángel resplandeciente y bello en medio de aquel abismo negro y oscuro.
Al yo mirar de nuevo, el ángel hizo un movimiento con su mano para que yo fuera hacia él. Entonces me miró a los ojos y me llamó. Mis ojos fueron cautivados por los suyos, y comencé a caminar hacia él. Instantáneamente, aquellas cadenas cayeron de mis manos y pies. Ya yo no estaba atado a mis compañeros presos.
Rápidamente el ángel me llevo a través de una puerta abierta, y al momento de caminar en la luz, el ser celestial me tomó de la mano y me dejó en Don Mills Road (el nombre de una calle) en la misma esquina del colegio Georges Vanier. Me dejó a solo unas pulgadas de la pared del colegio, al lado de la ventana.
En un segundo, el ángel se había ido, y me desperté y de prisa fui al colegio para estudiar en la biblioteca, antes que comenzaran las clases.

Casi no podía pestañear
Al estar sentado allí, ya sin pensar acerca del sueño, un pequeño grupo de estudiantes vino a mi mesa. Inmediatamente los reconocí. Eran los que habían estado molestándome con toda esa platica de “Jesús”.
Me pidieron que me uniera a ellos en la reunión de oración de las mañanas. El salón estaba al salir de la biblioteca. Pensé: “bueno, me los quitare de encima. Una reunioncita de oración no me va a hacer daño”.
Yo dije: “Está bien”, y caminaron conmigo al salón. Era un grupo pequeño, solo de doce o quince muchachos. Y mi silla estaba en el centro.
De repente, todos enteros levantaron las manos y comenzaron a orar en algún idioma extraño. Yo ni aun cerré mis ojos. Casi no podía pestañear. Allí había estudiantes de diecisiete, dieciocho, diecinueve años –muchachos que había conocido en clase- alabando a Dios con sonidos ininteligibles. Nunca había oído hablar en lenguas, y estaba pasmado. Pensar que aquí estaba Benny, en un colegio público, en una propiedad pública, sentado en medio de un grupo de fanáticos. Era más de lo que yo podía comprender.
Yo no oré, solo observaba.
Lo que paso después era más de lo que jamás hubiera podido imaginar. Me sobrevino un ansia repentina de orar. Pero realmente no sabía que decir. “Dios te salve María”, parecía inapropiado para lo que yo estaba sintiendo. Nunca me habían enseñado la “oración del pecador” en ninguna de mis clases de religión. Todo lo que podía recordar de mis encuentros con la “gente de Jesús” era la frase, “Tú tienes que conocer a Jesús”. Aquellas palabras parecían fuera de lugar para mí, porque yo creía que lo conocía.
Fue un momento embarazoso. Nadie estaba orando conmigo ni aun por mí. Sin embargo, estaba rodeado por la atmosfera espiritual más intensa que jamás había sentido. ¿Era yo un pecador? No lo creía. Yo era un niñito bueno católico, que oraba todas las noches y confesaba los pecados ya sea que lo necesitara o no.
Pero en aquel momento cerré los ojos y dije cinco palabras que cambiaron mi vida para siempre. En voz alta dije: “Señor Jesús, ven otra vez”.
No sé por qué las dije, pero eso fue todo lo que salió de mi boca. Repetí aquellas palabras una y otra vez “Señor Jesús, ven otra vez. Señor Jesús, ven otra vez”.
¿Pensaba que Él había dejado mi casa o salido de mi vida? Realmente no sabía. Pero cuando dije esas palabras una cierta sensación vino sobre mi –volví a sentir el adormecimiento que sentí cuando tenía once años. Era menos intenso, pero podía sentir el voltaje de aquella misma fuerza, que salía a través de mí.
Lo que realmente sentí, sin embargo, fue que aquel arranque de poder me estaba limpiando –instantáneamente, de adentro hacia afuera. Me sentí absolutamente limpio, inmaculado y puro.
De repente, vi a Jesús con mis propios ojos. Ocurrió en un momento. Allí estaba El, Jesús.

Las ocho menos cinco
Los estudiantes a mi alrededor no podían saber lo que estaba pasando en mi vida. Todos estaban orando. Luego, uno por uno, comenzaron a salir del salón para sus clases.
Eran las ocho menos cinco de la mañana. Por ese tiempo yo estaba sentado allí llorando. No sabía que hacer o decir.
En aquel momento, no lo entendía, pero Jesús se hizo tan real para mí como el piso que estaba debajo de mis pies.
Realmente yo no oré, sino esas cinco palabras. Pero sabía sin lugar a dudas, que algo extraordinario había pasado en aquella mañana de febrero.
Casi se me hizo tarde para la clase de historia. Era una de mis asignaturas favoritas; estábamos estudiando la revolución china. Pero ni siquiera podía escuchar al maestro. No recuerdo nada de lo que se dijo. La sensación que comenzó aquella mañana no me dejaba. Cada vez que cerraba los ojos, allí estaba Él –Jesús. Y cuando los abría todavía Él estaba allí. La visión del rostro del Señor no me dejaba.
Todo el día la pase llorando. Y la única cosa que podía decir era: “Jesús, yo te amo… Jesús, yo te amo”.
Al salir del colegio y comenzar a caminar por la acera hacia la esquina; mire a la ventana de la biblioteca, y entonces, me di cuenta de todo el asunto.
El ángel, el sueño, todo fue real otra vez.
¿Qué estaba Dios tratando de decirme?

¿Qué le estaba pasando a Benny?

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