Capítulo 2
Desde Jaffa hasta lo último de la tierra
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Fue en diciembre de 1952 en Jaffa, Israel.
Clemence Hinn, a punto de dar a luz su
segundo hijo, estaba en el hospital, mirando, a través de la ventana de su cuarto
de maternidad, una vista hermosa. Las aguas azul oscuro del Mediterráneo se
extendían interminablemente. Pero el corazón de esta mujercita de descendencia
armenia estaba turbado. Ella estaba destruida por la amargura, el temor y la
vergüenza.
A distancia, ella podía ver el grupo de
rocas negras en el mar, las rocas de Andrómeda. La leyenda griega dice que la
dama Andrómeda estaba encadenada a una de ellas cuando Perseo bajó volando en
su caballo alado, hirió al monstruo marino y la rescató.
Clemence deseaba que alguien de alguna
manera bajara y la salvara de otro año de humillación y desgracia. Ella era una
mujer ortodoxa griega devota, pero no sabía mucho acerca del Señor. En aquel
cuarto humilde del hospital, sin embargo, trató de negociar con Él.
Mientras estaba parada al lado de la
ventana, sus ojos penetraron el cielo, y ella dijo mentalmente: “Dios, solo
tengo una petición. Si me das un niño, yo te lo devolveré a ti”.
Lo volvió a repetir: “Por favor, Señor. Si
me das un niño, te lo devolveré a ti”:
JAFFA
Seis bellas rosas.
El primer niño nacido a Costandi y Clemence Hinn fue una
niña encantadora, llamada Rose. Pero en la testaruda cultura del Oriente Medio
–y especialmente en la tradición de los antepasados de Hinn- el primogénito
debía haber sido un hijo y heredero.
La familia de Constandi, emigrantes a
Palestina de Grecia, comenzaron a perseguir a Clemence por su fracaso en
producir un niño. “Después de todo”, bromeaban ellos, “todas tus cuñadas tienen
niños”. Se reían y se mofaban de ella hasta hacerla llorar, y ella sentía
vergüenza en el matrimonio que sus padres tan cuidadosamente habían arreglado.
Sus ojos estaban todavía húmedos al
quedarse dormida. Y durante la noche tuvo un sueño que todavía recuerda: “Yo vi
seis rosas –seis rosas bellas en mi mano” –dijo ella. “Y yo vi a Jesús entrar
en mi cuarto. El vino a mí y me pidió una de ellas. Y yo le di una rosa”.
Al continuar el sueño, un joven bajito,
delgado, de pelo negro –ella recuerda cada detalle de su rostro- vino hacia
ella y la envolvió en un lienzo grueso.
Cuando despertó, se preguntó a si misma:
“¿Qué significa ese sueño? ¿Qué podría ser?”
El día siguiente, 3 de diciembre de 1952,
nací yo.
Nuestra familia, con el tiempo, iba a
tener seis niños y dos niñas pero mi madre nunca olvido su pacto con Dios. Más
tarde me contó su sueño –y que yo era la rosa que ella le entregó a Jesús.
Yo fui bautizado en la iglesia ortodoxa
griega por el patriarca de Jerusalén, llamado Benedictus. De hecho, durante la
ceremonia el me dio su nombre.
Haber nacido en la Tierra Santa quiere
decir que uno ha nacido en una atmosfera donde la religión arroja una sombra
amplia inescapable. A la edad de dos años fui matriculado en una institución
preescolar católica, y formalmente fui educado por monjas –y más tarde por
monjes- por catorce años.
Para mí, Jaffa era una ciudad bella. De
hecho, eso es lo que la palabra significa –bella. Jaffa en árabe, Jope en
griego, o Yafo en hebreo. En cualquiera de los tres idiomas el significado es
el mismo.
De niño me gustaba oír los relatos de la
historia que me rodeaba. Jaffa fue fundada antes de escribirse la historia. Se
menciona como una ciudad cananea en la lista del tributo del faraón Tutmosis
III, en el siglo quince A.C.; aun antes de Josué pelear la batalla de Jericó. Y
fue donde el rey fenicio Hiram de Tiro descargaba la madera de cedro para el
templo del rey Salomón.
Aunque es fascinante, la historia no ha
favorecido a mi lugar de nacimiento. Jaffa fue invadida, capturada, destruida y
vuelta a edificar una y otra vez. Simón el Macabeo, Vespasiano, los Mamelucos, Napoleón,
y Allenby, todos ellos se la han disputado.
Solo seis años antes de yo nacer, Jaffa pasó
a ser parte de una nueva nación, el estado profético de Israel. Pero la
comunidad misma no era judía.
El alcalde Hinn
Mi padre fue el alcalde de Jaffa durante mi niñez. Él era
un hombre fuerte, media alrededor de seis pies y dos pulgadas, y pesaba
doscientas cincuenta libras, y era un líder natural. Era fuerte en todo sentido
–física, mental y volitivamente.
Su familia vino de Grecia a Egipto antes
de establecerse en Palestina. Pero ser “de cualquier otro lugar” era común
allí. La Jaffa de mi niñez era en realidad una ciudad internacional.
Bajando por la calle Raziel hasta a plaza
de la Torre, donde está la torre del reloj del Jubileo de Abdul Hamid, la
cárcel de paredes de piedra, y la Gran Mezquita, construida en 1810, yo podía oír
a la gente hablar en francés, búlgaro, árabe, yidish y otras lenguas. Y en los
kioscos y cafés al aire libre, podía tomar una muestra de baklava, zlabiya,
felafe, sum.sum, y docenas de otras golosinas.
Así que allí estaba yo, nacido en Israel,
pero no judío. Criado en una cultura árabe, pero no árabe de origen. Asistiendo
a un colegio católico, pero criado como ortodoxo griego.
Los idiomas son fáciles en esa parte del
mundo. Yo creía que para todo el mundo era normal que hablase tres o cuatro
idiomas. En nuestro hogar se hablaba árabe, pero en el colegio las hermanas
católicas enseñaban en francés, excepto por el Antiguo Testamento que se estudiaba
en hebreo antiguo.
Durante mi niñez, los cien mil habitantes
de Jaffa colindaban con la creciente población de los judíos de Tel Aviv al
norte. Hoy la metrópolis tiene el nombre oficial de Tel Aviv-Jaffa. Unas
cuatrocientas mil personas viven en el área.
En realidad, Tel Aviv comenzó como un
experimento judío en 1909, cuando sesenta familias compraron treinta y dos
acres de terreno arenoso al norte de Jaffa y se trasladaron al lugar. Estaban
cansados de las apiñadas y ruidosas vecindades árabes donde vivían. La
expansión continuó, hasta que Tel Aviv vino a ser la ciudad más grande en
Israel.
Aunque mi padre no era judío, los líderes
israelitas confiaban en él. Y ellos estaban contentos de tener a alguien en
Jaffa que pudiera relacionarse con una comunidad tan internacional. Nosotros
estábamos orgullosos de su círculo de amigos, que incluía a muchos líderes
nacionales. A él se le pidió que fuera embajador de Israel en naciones
extranjeras, pero decidió quedarse en Jaffa.
Sin embargo, había poco tiempo para la
familia. De hecho, no puedo decir, realmente, que yo conocía a mi papa en aquel
tiempo. Parecía que él siempre estaba asistiendo a una función oficial o a una
reunión importante.
Él no era una persona expresiva, solo
estricta –y raras veces tenia demostraciones físicas de afecto. (Mi madre, sin
embargo, suplía todo eso). Eso también era parte de la cultura. ¡Los hombres
eran hombres!
Vivíamos cómodamente. La posición de papa
en el gobierno hizo posible que tuviéramos un hogar en los suburbios. Era un
hogar maravilloso, que tenía una tapia alrededor con vidrios arriba para
seguridad. Mi mama era un ama de casa en todo el sentido de la palabra; criar
aquella prole de pequeños Hinn era un trabajo de tiempo completo.
Un capullo católico
Al continuar mi educación, yo me consideraba ser católico.
El proceso comenzó bien temprano. El colegio preescolar a que asistí era más
como un convento. La misa se celebraba regularmente. Mis padres no protestaron
porque una educación privada católica era considerada la mejor disponible.
Durante la semana estudiaba con monjas, y
los domingos iba a la iglesia ortodoxa griega con mama y papa. Pero eso no se
consideraba un problema principal en la poliglota Jaffa. Lealtad a una iglesia
en particular no parecía tan importante.
¿Era yo católico? Absolutamente. El
catolicismo era mi vida de oración. Ocupaba mi tiempo y atención cinco días a
la semana. Vino a ser mi mentalidad. Prácticamente yo vivía en el convento
encerrado, y en aquel capullo yo llegue a estar alejado del mundo.
También estaba separado del mundo de una
manera desafortunada. Desde temprana edad tuve la aflicción de la tartamudez. A
la más mínima presión social o nerviosismo comenzaba a tartamudear, y era casi
insoportable. Se me hacía difícil hacer amigos. Algunos niños se burlaban de mí,
otros permanecían alejados.
Yo sabía muy poco de evento mundiales
–solo lo que mis maestras deseaban que yo supiera. Pero era un experto en la
vida católica. Al continuar la escuela, asistí al College de Frere (Colegio de
Hermanos), y fui enseñado por frailes.
Aun siendo un niño pequeño, yo era
extremadamente religioso. Oraba y oraba –probablemente más que lo que muchos
cristianos oran hoy. Pero todo lo que yo sabía orar era el Ave María, el Credo,
la Oración del Señor, y otras oraciones prescritas.
Solo raras veces hablaba realmente con el
Señor. Cuando tenía alguna petición específica, la mencionaba. De otra manera
mi vida de oración era bien organizada. Muy rutinaria.
La máxima parecía ser: “Debes sentir dolor
cuando oras”. Y esto era fácil. No había prácticamente ningún lugar para
arrodillarse excepto en la roca blanca de Jerusalén que estaba dondequiera. La
mayoría de los hogares son hechos de ella. Y las escuelas a las que yo asistía
no tenían alfombra, solo pisos de roca blanca.
Realmente llegue a creer que si uno no
sufre con suplica, el Señor no le escucha, que el sufrimiento era la mejor
manera de ganar el favor de Dios.
Aunque prácticamente ninguna
espiritualidad acompañaba a la enseñanza, todavía aprecio el fundamento que recibí
en la Biblia. A menudo pienso, “¿A cuántos niños se les enseña el Antiguo
Testamento en hebreo?” Y nuestros viajes literalmente hacían viva la Palabra de
Dios.
Una vez viajamos al Neguev, donde nos
paramos a lado de los pozos que Abraham había cavado y aprendimos acerca de él.
Aquella experiencia quedara conmigo para siempre.
Su túnica era más
blanca que lo blanco
Muchas veces en mi vida Dios me ha hablado en visión.
Solamente sucedió una vez durante mis años en Jaffa, cuando era niño de once
años.
Realmente creo que fue en aquel momento
cuando Dios comenzó a moverse en mi vida. Puedo recordar la visión como si
hubiera sido ayer. Yo vi a Jesús entrar a mi cuarto. Él tenía puesta una túnica
que era más blanca que lo blanco, y un manto rojo oscuro sobre la túnica.
Vi su pelo. Mire sus ojos. Vi las señales
de los clavos en sus manos. Lo vi todo
Tú tienes que entender que yo no conocía a
Jesús. No le había pedido que viniera a mi corazón. Pero en cuanto lo vi, lo reconocí.
Sabía que era el Señor.
Cuando sucedió, yo estaba dormido, pero,
de repente, mi cuerpecito fue arrebatado en una sensación increíble que solo se
puede describir como “eléctrica”. Sentí como si alguien me hubiera conectado a
un enchufe eléctrico. Sentía un adormecimiento como si agujas –un millón de
ellas- entraran a través de mi cuerpo.
Y luego el Señor se paró frente a mí
mientras yo estaba en un sueño bien profundo. Me miro directamente con los ojos
más bellos que he visto. Sonrió y Sus brazos se abrieron. Yo podía sentir su
presencia; fue maravillosa y nunca la olvidaré.
El Señor no me dijo nada, solo me miro y
luego desapareció.
Inmediatamente me halle bien despierto. En
ese momento, apenas podía entender lo que estaba pasando; pero no fue un sueño.
Aquella clase de sentimientos no ocurren en un sueño. Dios me permitió
experimentar una visión que crearía una impresión indeleble en mi vida joven.
Al despertarme, la sensación maravillosa
todavía estaba allí. Abrí los ojos y mire alrededor, pero este sentimiento
intenso, poderoso estaba todavía en mí. Me sentí totalmente paralizado, no
podía mover un musculo, ni una pestaña; estaba completamente petrificado allí.
Este sentimiento extraño me sobrecogió, pero no me dominó.
En realidad, sentí que podía decir: “No,
yo no deseo esto”, y la experiencia se hubiera ido; pero no dije nada. Mientras
estaba allí, despierto, el sentimiento permaneció conmigo, luego lentamente se
fue.
En la mañana, le conté a mi mama la
experiencia, y todavía ella recuerda sus palabras. Ella dijo: “Entonces, tú
tienes que ser un santo”.
Cosas así no le ocurren a la gente de
Jaffa, ya sean católicos u ortodoxos griegos. Por supuesto, yo ciertamente no
era “santo”, pero mi madre creía que si Jesús venía a mí, Él tenía que estar
designándome para un llamamiento más alto.
Mientras Dios estaba tratando con mi vida,
había otros factores que cambiarían para siempre el futuro de nuestra familia.
LO ÚLTIMO DE LA TIERRA
De Gaza a las alturas
de Golán
Viviendo en Israel durante los años sesenta, yo podía
sentir la creciente tensión política. Las incursiones árabes a Israel ocurrían
casi a diario a lo largo de las fronteras con Egipto, Jordania y Siria. Y el
ejército israelita se desquitaba regularmente, con sus propias incursiones a
territorio árabe.
En mayo de 1967, Israel y los tres países
árabes alertaron a sus fuerzas armadas para una posible guerra. A petición de
Egipto las tropas de las Naciones Unidas salieron del Corredor de Gaza y de la
Península de Sinaí.
Luego, el 5 de junio de 1967 los aviones
de Israel bombardearon campos de aviación en Egipto, Jordán y Siria. Se llamó
la guerra de los Seis Días. En menos de una semana, los israelitas destruyeron
la fuerza aérea árabe casi completamente. Las tropas israelitas ocuparon el
Corredor de Gaza, la Península de Sinaí, la Cisjordania y las alturas de Golán
en Siria. De repente, Israel controlaba un total de territorio árabe como de
tres veces el área del mismo Israel.
Nunca olvidare el día, temprano en 1968,
cuando mi padre reunión la familia y nos dijo que estaba haciendo planes para
que emigráramos. Él dijo: “Por favor no discutan esto con nadie, porque puede
haber algunos problemas con nuestras visas de salida”.
Al principio, el plan era mudarnos a
Bélgica. Papa tenia algunos parientes allí, y la idea de mudarnos a un país de habla
francesa, sonaba emocionante. Después de todo, esa era la lengua de mi
educación.
Entonces una mañana un agregado de la
embajada canadiense vino a nuestro hogar y nos enseñó una película corta de la
vida en Canadá. Toronto parecía una ciudad muy prospera. Papa tenía dos
hermanos allí, pero dudábamos de que calificaran financieramente para ser
nuestros garantes.
Los interrogantes que rodeaban nuestra
salida parecían aumentar cada día. En una ocasión mi padre nos dijo que pudiera
ser que no estuviéramos listos para salir del país en los próximos cinco años.
Yo hice un trato con
Dios
Para ese tiempo todos estábamos tan ansioso de salir, que
yo me arrodillé –en aquella roca de Jerusalén- e hice un voto a Dios; “Señor”,
oré, “si tú nos sacas, te daré la botella más grande de aceite de oliva que
pueda encontrar”. Y añadí: “Cuando lleguemos a Toronto, la llevare a la iglesia
y te la presentaré con acción de gracias”.
En mi crianza, negociar con Dios no era
raro. Y el aceite de oliva era caro y precioso. Así que hice el voto.
Después de algunas semanas, un joven de la
embajada canadiense llamo a mi padre para decirle: “Señor Hinn, hemos logrado
la salida –no me pregunte cómo-. Todos sus papeles están en orden, y pueden
salir cuando ustedes estén listos”.
No me llevo mucho tiempo. Vendimos casi
todas nuestras posesiones y nos preparamos para una vida nueva en Norteamérica.
Durante aquellos últimos días en la Tierra
Santa, yo tenía el presentimiento de que algo grande estaba a punto de ocurrir.
Sabía que estaba dejando una ciudad especial, pero sentía que lo mejor para mi
estaba por venir.
Fue del puerto de la antigua ciudad de
Jope –mi Jaffa- de donde salió Jonás. Y el resultado fue la salvación de
Nínive.
Y cuantas veces yo había subido a la
Ciudadela, el monte alto frente al puerto. Cerca del faro hay una iglesia
franciscana construida en 1654. Al lado de ella está el lugar de la casa de Simón
el curtidor, donde el apóstol Pedro se quedó por algún tiempo y tuvo una visión
que cambio el mundo. Oyó la voz de Dios diciéndole que recibiera a los
gentiles, tanto a los judíos en la iglesia. Pedro respondió: “En verdad
comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se
agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35).
Desde aquel mismo momento, el mensaje de
Cristo se extendió desde Jope a Cesarea y hasta el fin del mundo –beneficiando
a toda la humanidad.
Mientras íbamos por la carretera de
Haganah al aeropuerto de Lod, yo me preguntaba: “¿Volveré a ver este lugar?”
pensé en aquellas monjas católicas que tan amorosamente me habían enseñado.
¿Había visto yo sus rostros por última vez?
Por la ventana del avión mire por última
vez Tel Aviv, una inmensa expansión de cubos de color gris blanquecino. Detrás
de mi había millas de naranjales de color verde oscuro. Las colinas de Judea
languidecían en la distancia.
Al dirigirnos sobre las aguas del Mediterráneo,
mire hacia abajo y dije un último adiós a Jaffa. Había un nudo en mi garganta.
Yo tenía catorce años, y era el único hogar que había conocido.
Helado en el kiosco
La llegada de la familia Hinn a Toronto en julio de 1968 no
fue un evento anunciado. Y así era como mi padre lo deseaba. Ningún comité nos
dio la bienvenida. Y él no tenía promesa de trabajo.
Llegamos con la ropa que traíamos puesta,
unas cuantas posesiones en las maletas y un poco de dinero de lo que habíamos
vendido en Jaffa. Era suficiente para vivir algunos días.
Nuestra nueva vida comenzó en un
apartamento alquilado.
¡Qué impacto aquel de aterrizar de
subidito en una cultura “extranjera”! Yo podía tartamudear en varios idiomas,
pero el inglés no era uno de ellos. “Uno, dos, tres” era todo lo que sabía
decir. Pero papa había estudiado suficiente inglés como para llenar una
solicitud de empleo. Y resultó. El acepto el reto de llegar a ser, de todas las
cosas, un vendedor de seguros.
Yo no sé si fue la carga de tener que
criar una familia grande o su confianza natural en tratar con la gente, pero mi
papa llego a prosperar inmediatamente en su nueva profesión. En pocos meses nos
mudamos a nuestro propio hogar. Todos estábamos orgullosos de esto.
La vida cambio rápidamente para mí. En vez
de asistir a un colegio privado católico, fui a una escuela pública –la Escuela
Secundaria Georges Vanier. Y como la mayoría de los niños en la escuela tenían
trabajo de media jornada, eso era lo que yo quería hacer.
Vivíamos en la sección North York de
Toronto, y no muy lejos el nuevo centro comercial de Fairview se había abierto.
Yo solicite empleo en un pequeño kiosco que vendía hamburguesas y helado. Aunque
no tenía experiencia previa de trabajo, me aceptaron. Y todos los días después
del colegio allá iba yo.
Un sábado, fui a un mercado y le pregunte
al gerente: “¿Dónde puedo encontrar un buen aceite de oliva? Yo necesito la
botella o recipiente más grande que usted tenga” Por supuesto que el encontró
uno grande.
Al día siguiente, camine orgullosamente a
la iglesia ortodoxa griega y cumplí mi voto a Dios. Lo coloque al frente del
altar y silenciosamente dije: “Gracias, Señor. Gracias por traernos salvos a
nuestro nuevo hogar”.
Mi corazón estaba tan lleno como aquel
frasco de aceite.
En el kiosco hice mi trabajo. Debido a mi
tartamudez, no conversaba mucho, pero velozmente echaba el helado en aquellos
barquillos. Trabaje con un compañero llamado Bob.
¿Habría perdido Bob la
razón?
Nunca olvidare el día en 1970 cuando fui a trabajar y
encontré que Bob había hecho algo muy extraño. En todas las paredes de aquel
pequeño kiosco había puesto pedazos de papel con versículos de la Escritura. Yo
pensé que había perdido la razón.
Yo sabía que él era cristiano –el me lo
había dicho. ¿Pero no iba esto demasiado lejos? Me dije a mi mismo: “¿Por qué está
haciendo esos pedazos de papel?” instantáneamente comenzó a testificarme. Pensé
que nunca pararía. Y cuando terminó, decidí mantenerme lo más lejos que pudiera
de este compañero loco.
Por mucho tiempo trate de evadirlo. Pero
era casi imposible. Después de todo, teníamos que trabajar juntos. Una y otra
vez el traía el tema de la religión. Pero era más que eso: él quería hablar
sobre el “nuevo nacimiento”, una frase que no estaba en mi vocabulario limitado
–tampoco en mi punto de vista de la Escritura.
Finalmente Bob dejó de trabajar en el
kiosco, pero muchos de sus amigos estaban en mi colegio. Y por los próximos dos
años yo hice todo lo que pude por evadirlos. Pensé: “son un montón de cosas
raras”. Se veían extraños. Hablaban extraño. Eran completamente opuestos a
monjas que me habían enseñado.
Durante mi último año en Georges Vanier,
por segunda vez en mi vida, tuve un encuentro con el Señor. El vino a mi cuarto
y me visitó. En esta ocasión fue en la forma de un sueño inolvidable.
En Jaffa cuando yo tenía once años, la
visión de Jesús fue de pie frente a mí, había dejado una impresión indeleble.
Pero ahora en Toronto, no estaba envuelto en el estudio de la escritura.
Todavía iba a la iglesia. Pero lo que estaba a punto de ocurrirme vino cuando
menos lo esperaba. Fue totalmente inesperado, y fui petrificado por la
experiencia.
Permíteme decir exactamente lo que pasó en
mi cuarto aquella noche fría en febrero de 1972.
En el sueño, yo me encontré descendiendo
por una escalinata larga, oscura. Era tan inclinada que pensé que me caía. Y me
llevaba a un abismo profundo sin fin.
Estaba atado con una cadena a un
prisionero frente a mí y a otro prisionero detrás de mí. Yo estaba vestido con
la ropa de un preso. Había cadenas en mis pies y alrededor de mis muñecas.
Hasta donde yo podía ver al frente y detrás de mí, había una interminable línea
de cautivos.
Luego, en aquella niebla de aquel abismo
semi oscuro, vi docenas de hombrecitos que se movían alrededor. Eran como enanos con orejas en una forma rara. Yo no
podía ver sus rostros, y sus formas eran casi invisibles. Pero nos halaban
hacia abajo como un hato de ganado para el matadero –o aun peor.
Súbitamente, apareciendo no sé de donde,
estaba el ángel del Señor. Oh, fue maravilloso verlo. El ser celestial
revoloteaba al frente de mí, solo a unos pasos.
Nunca en mi vida he visto tal cosa –ni aun
en sueño. Un ángel resplandeciente y bello en medio de aquel abismo negro y
oscuro.
Al yo mirar de nuevo, el ángel hizo un
movimiento con su mano para que yo fuera hacia él. Entonces me miró a los ojos
y me llamó. Mis ojos fueron cautivados por los suyos, y comencé a caminar hacia
él. Instantáneamente, aquellas cadenas cayeron de mis manos y pies. Ya yo no
estaba atado a mis compañeros presos.
Rápidamente el ángel me llevo a través de
una puerta abierta, y al momento de caminar en la luz, el ser celestial me tomó
de la mano y me dejó en Don Mills Road (el nombre de una calle) en la misma
esquina del colegio Georges Vanier. Me dejó a solo unas pulgadas de la pared
del colegio, al lado de la ventana.
En un segundo, el ángel se había ido, y me
desperté y de prisa fui al colegio para estudiar en la biblioteca, antes que
comenzaran las clases.
Casi no podía pestañear
Al estar sentado allí, ya sin pensar acerca del sueño, un
pequeño grupo de estudiantes vino a mi mesa. Inmediatamente los reconocí. Eran
los que habían estado molestándome con toda esa platica de “Jesús”.
Me pidieron que me uniera a ellos en la
reunión de oración de las mañanas. El salón estaba al salir de la biblioteca.
Pensé: “bueno, me los quitare de encima. Una reunioncita de oración no me va a
hacer daño”.
Yo dije: “Está bien”, y caminaron conmigo
al salón. Era un grupo pequeño, solo de doce o quince muchachos. Y mi silla
estaba en el centro.
De repente, todos enteros levantaron las
manos y comenzaron a orar en algún idioma extraño. Yo ni aun cerré mis ojos.
Casi no podía pestañear. Allí había estudiantes de diecisiete, dieciocho,
diecinueve años –muchachos que había conocido en clase- alabando a Dios con
sonidos ininteligibles. Nunca había oído hablar en lenguas, y estaba pasmado.
Pensar que aquí estaba Benny, en un colegio público, en una propiedad pública,
sentado en medio de un grupo de fanáticos. Era más de lo que yo podía
comprender.
Yo no oré, solo observaba.
Lo que paso después era más de lo que
jamás hubiera podido imaginar. Me sobrevino un ansia repentina de orar. Pero
realmente no sabía que decir. “Dios te salve María”, parecía inapropiado para
lo que yo estaba sintiendo. Nunca me habían enseñado la “oración del pecador”
en ninguna de mis clases de religión. Todo lo que podía recordar de mis
encuentros con la “gente de Jesús” era la frase, “Tú tienes que conocer a
Jesús”. Aquellas palabras parecían fuera de lugar para mí, porque yo creía que
lo conocía.
Fue un momento embarazoso. Nadie estaba
orando conmigo ni aun por mí. Sin
embargo, estaba rodeado por la atmosfera espiritual más intensa que jamás había
sentido. ¿Era yo un pecador? No lo creía. Yo era un niñito bueno católico, que
oraba todas las noches y confesaba los pecados ya sea que lo necesitara o no.
Pero en aquel momento cerré los ojos y
dije cinco palabras que cambiaron mi vida para siempre. En voz alta dije:
“Señor Jesús, ven otra vez”.
No sé por qué las dije, pero eso fue todo
lo que salió de mi boca. Repetí aquellas palabras una y otra vez “Señor Jesús,
ven otra vez. Señor Jesús, ven otra vez”.
¿Pensaba que Él había dejado mi casa o salido
de mi vida? Realmente no sabía. Pero cuando dije esas palabras una cierta sensación
vino sobre mi –volví a sentir el adormecimiento que sentí cuando tenía once
años. Era menos intenso, pero podía sentir el voltaje de aquella misma fuerza,
que salía a través de mí.
Lo que realmente sentí, sin embargo, fue
que aquel arranque de poder me estaba limpiando –instantáneamente, de adentro
hacia afuera. Me sentí absolutamente limpio, inmaculado y puro.
De repente, vi a Jesús con mis propios
ojos. Ocurrió en un momento. Allí estaba El, Jesús.
Las ocho menos cinco
Los estudiantes a mi alrededor no podían saber lo que
estaba pasando en mi vida. Todos estaban orando. Luego, uno por uno, comenzaron
a salir del salón para sus clases.
Eran las ocho menos cinco de la mañana. Por
ese tiempo yo estaba sentado allí llorando. No sabía que hacer o decir.
En aquel momento, no lo entendía, pero Jesús
se hizo tan real para mí como el piso que estaba debajo de mis pies.
Realmente yo no oré, sino esas cinco
palabras. Pero sabía sin lugar a dudas, que algo extraordinario había pasado en
aquella mañana de febrero.
Casi se me hizo tarde para la clase de
historia. Era una de mis asignaturas favoritas; estábamos estudiando la revolución
china. Pero ni siquiera podía escuchar al maestro. No recuerdo nada de lo que
se dijo. La sensación que comenzó aquella mañana no me dejaba. Cada vez que
cerraba los ojos, allí estaba Él –Jesús. Y cuando los abría todavía Él estaba
allí. La visión del rostro del Señor no me dejaba.
Todo el día la pase llorando. Y la única cosa
que podía decir era: “Jesús, yo te amo… Jesús, yo te amo”.
Al salir del colegio y comenzar a caminar
por la acera hacia la esquina; mire a la ventana de la biblioteca, y entonces,
me di cuenta de todo el asunto.
El ángel, el sueño, todo fue real otra
vez.
¿Qué estaba Dios tratando de decirme?
¿Qué le estaba pasando a Benny?
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