Capítulo 3
“Tradición, tradición”
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Entré en mi cuarto, y como magnetizado, fui atraído hacia
aquella Biblia grande negra. Era la única Biblia en nuestro hogar. Mamá y papá
no tenían ninguna. Yo no tenía idea de donde había venido, pero había sido mía
hasta donde yo podía recordar.
Las
paginas casi no se habían abierto desde nuestra llegada a Canadá, pero ahora
oré: “Señor, tienes que mostrarme lo que me pasó hoy”. Abrí la Escritura y
comencé a devorarla como un hombre hambriento a quien se le acaba de dar un
trozo de pan.
El Espíritu Santo vino a ser mi maestro.
En ese tiempo yo no lo sabía, pero exactamente lo que milagrosamente comenzó a
suceder. Tú ves, los muchachos en la reunión de oración no dijeron: “Aquí está
lo que dice la Biblia”. Ellos no dijeron nada. En realidad, no tenían idea de
lo que había ocurrido durante las veinticuatro horas asadas. Y, por supuesto,
yo no les dije una palabra de ello a mis padres.
Comencé leyendo los Evangelios. Me
encontré a mí mismo diciendo en voz alta, “Jesús, ven a mi corazón. Por favor,
Señor Jesús, ven a mi corazón”.
En pasaje tras pasaje de las Escrituras
veía el plan de salvación que se abría. Era como si nunca antes hubiera leído
la Biblia. Oh, amigo, está era viva. Las palabras fluían del manantial, y bebí
libremente de ella.
Finalmente, a las tres o cuatro de la
mañana, con una paz suave que nunca antes había conocido, me quede dormido.
PERTENECIENDO
El día siguiente en la escuela yo busqué a aquellos
“fanáticos” y les dije: “Oigan, me gustaría que me llevaran a la iglesia de
ustedes”. Ellos me hablaron de una fraternidad semanal a la que asistían y me
ofrecieron llevarme dos días más tarde.
Aquel jueves en la noche me encontré en
“Las catacumbas”. Así ellos la llamaban. El servicio era igual que la reunión
de oración de aquella mañana en el colegio –la gente levantaba las manos,
adorando al Señor. En esta ocasión me uní a ellos.
“Jehová jire, mi proveedor, Su gracia es
suficiente para mí”, cantaron una y otra vez. Me gusto aquella canción desde el
primer momento que la oí, y me gustaba aún más cuando supe que fue escrita por
la esposa del pastor, Merla Watson. Su esposo era el pastor de este rebaño tan
extraordinario.
Las Catacumbas no era una iglesia típica.
La gente que asistía era una multitud de cristianos exuberantes que se reunían
todos los jueves por la noche en la Catedral de San Pablo, una iglesia
anglicana en el centro de Toronto.
Estos eran días del “Movimiento de Jesús”
cuando los llamados “hippies” se estaban salvando más rápido de que lo que les
llevaba cortarse el pelo. Imagínate, yo tampoco había visto una silla de
barbero en largo tiempo.
Mire alrededor. El lugar estaba lleno de
jóvenes como yo. Era digno de verse. Saltaban para arriba y para abajo,
danzando y cantando alegres al Señor. Era difícil para mí creer que un lugar
como aquel existiera en verdad. Pero de alguna manera, desde aquella primera
noche, yo sentí que pertenecía a aquel grupo.
“Sube allá”
Al concluir la reunión, Merv Watson dijo: “Quiero que todos
ustedes, los que desean hacer una confesión pública de sus pecados, pasen al
frente. Vamos a orar por ustedes mientras le dicen a Cristo que venga a su
corazón”.
Yo comencé a estremecerme y a temblar.
Pero pensé: “Yo no tengo que ir allá, porque ya estoy salvo”. Sabía que el
Señor se había hecho cargo de mi vida a las ocho menos cinco del lunes en la
mañana. Y ese día era jueves.
En unos segundos me encontré caminando
hacia el frente por el pasillo tan rápido como pude no sabía del todo por qué
lo hacía. Pero algo dentro de mí me estaba diciendo: “Sube allá”.
Fue en aquel momento, en un servicio carismático
en una iglesia anglicana, que este pequeño buen católico de un hogar de la
iglesia ortodoxa hizo una confesión pública de su aceptación a Cristo. “Jesús”,
dije yo, “te pido que seas el Señor en mi vida”.
La Tierra Prometida no se podía comparar
con esto. Cuanto mejor estar donde Jesús estaba, que donde él había estado.
Aquella noche cuando llegue al hogar,
estaba tan lleno de la presencia del Señor, que decidí decirle a mi mamá lo que
había pasado (No tuve el valor de decírselo a mi papá).
“Mamá, tengo que compartir algo contigo”,
le susurré. “¡He sido salvado!”
En un momento decayó su semblante. Me miró
y dijo directamente, “¿Salvado de qué?”
“Confía en mi” –le dije. “Tu entenderás”.
El viernes en la mañana y todo el día –en
la escuela, en el kiosco, en todo lugar adonde iba, una visión continuaba
delante de mí. Me veía predicando. Era increíble, pero no lo podía dejar. Veía
las multitudes. Y allí estaba yo, con un traje, mi cabello bien arreglado y
limpio, predicando con vehemencia.
Aquel día encontré a Bob, mi amigo “raro”,
que una vez había cubierto las paredes del kiosco con versículos de la
Escritura. Yo le conté solo un poco de lo que había pasado esa semana. Y le
dije que aún me veía predicando.
“Bob”, le dije, “todo el día ha sido así.
No puedo sacar de mi mente la visión de verme predicando a grandes multitudes
al aire libre; en estados, en iglesias, en salas de conciertos”. Comenzando a
tartamudear, le dije: “Veo gente, hasta donde pueden llegar mis ojos. ¡Estaré
perdiendo la razón! ¿Qué tú crees que quiere decir esto?”
“Puede ser sólo una cosa” –me dijo él.
“Dios te está preparando para un gran ministerio. Yo creo que es maravilloso”.
ECHADO FUERA
Yo no recibí ese mismo estímulo en el hogar. Por supuesto,
no les odia decir lo que, en realidad, el Señor estaba haciendo. La situación
era terrible
Humillación y vergüenza
Toda mi familia comenzó a molestarme y a ridiculizarme. Era
horrible. Lo esperaba de mi padre, pero no de mi madre. Cuando yo estaba
creciendo, ella había mostrado tanto afecto. También mis hermanos y hermanas.
Pero ahora me trataban con menosprecio –como un intruso, que no pertenecía a la
familia.
“¡Tradición, tradición!” –dice una
canción. Si un oriental rompe la tradición, ha cometido un pecado imperdonable.
Dudo que en el oeste entiendan jamás la seriedad de eso. El trae humillación
sobre la familia. Y eso no se puede perdonar.
Mi familia me dijo: “Benny, tu estas
arruinando el nombre de nuestra familia”. Me rogaron que no deshonrara su
reputación. Mi padre había sido alcalde –y me lo recordaba. El nombre de la
familia estaba en “juego”.
Por favor entiéndanme cuando digo esto,
pero los ortodoxos griegos, y gente de la iglesia “alta” del Oriente son tal
vez la gente más difícil de traer a un cristianismo “personal”.
Cuando yo me convertí en un cristiano
nacido de nuevo, eso fue en realidad una vergüenza para ellos. ¿Por qué? Porque
creen que son los cristianos verdaderos, y que tienen los documentos históricos
para probarlo. Ellos han sido cristianos por más tiempo que ningún otro pueblo.
Pero aquí está el problema, yo he sido
criado con el: Su fe es larga en forma ritual y dogma, pero corta en la unción
de Dios. Falta de poder. Y como resultado, prácticamente no comprenden el
significado de oír del Señor o ser guiado por el Espíritu.
Llego a ser obvio que si yo iba a
permanecer en el hogar, tendría que cerrar la puerta a conversaciones sobre
Cristo.
Nada, sin embargo, podía extinguir el
fuego de mi nueva fe. Yo era como un ascua encendida que nunca dejaba de arder.
Temprano en la mañana mi Biblia estaba
abierta. El Espíritu Santo continuaba revelándome la Palabra. Pero eso no era
suficiente. Cada noche que me podía “escapar” de la casa, yo estaba en el
servicio de la iglesia, fraternidad de jóvenes, o reunión de oración. Y los
jueves en la noche regresaba a Las Catacumbas.
Nunca podre borrar de mi memoria el día
que mencioné a “Jesús” en mi hogar. Mi padre vino hacia mí y me dio en la cara.
Sentí el dolor. No, no era la roca de Jerusalén ahora. Era un dolor diferente.
Pero el dolor que sentía era por mi familia. Yo los amaba tanto y agonizaba por
su salvación
En realidad, fue culpa mía. Mi papá me
había advertido: “Tú mencionas el nombre de Jesús otra ve, y desearas no
haberlo hecho” gruñía con odio mientras me amenazaba con echarme fuera de la
casa.
Yo comencé a hablarle del Señor a mi
hermanita, Mary. De alguna manera papá se enteró, y su irá se manifestó de
nuevo. Me prohibió que jamás le volviera a hablar a ella de cosas espirituales.
Tiempo para el
psiquiatra
Aun mis hermanos me perseguían. Ellos me ponían todos los
nombres bajo el cielo –y algunos debajo de la tierra. Yo seguí así por mucho
tiempo. En mi cuarto oraba: “Señor, ¿tendrá fin esto? ¿Llegaran ellos algún día
a conocerte?”
Llego un momento en que no podía hablar con
ningún miembro de mi familia. Yo no tenía que buscar definición de ostracismo, pues lo estaba
experimentando.
Trajeron a mi abuela desde Israel solo
para que me dijera que yo estaba loco. “Eres una vergüenza para el nombre de la
familia” –me dijo ella. “¿No entiendes la vergüenza que estás causando?”
Mi padre hizo una cita para que yo viera a
un psiquiatra. Evidentemente, creyó que yo había perdido la razón. ¿Y cuál fue
la conclusión del doctor? “Puede que su hijo esté pasando por algo. Él saldrá
de eso.
Su próxima táctica fue conseguirme un
trabajo que me mantuviera tan ocupado que no tuviera tiempo para este “Jesús”.
Fue a ver a uno de sus amigos y le dijo: “Me gustaría que le ofrecieras un
trabajo a mi hijo Benny”.
Papa me llevo a su negocio y espero en el
automóvil mientras yo entraba. El hombre era uno de los seres más rudos, duros,
de espíritu perverso que jamás he conocido. Era obvio que yo no podía trabajar
para tal persona.
Volví al auto de mi padre y le dije:
“Padre, nunca podre tenerlo como mi jefe”.
En verdad, ese día lo sentí por mi padre.
Él estaba en un aprieto. Me dijo: “Benny, ¿qué tú quieres que yo haga por ti?
Dímelo. Yo hare cualquier cosa que me pidas si por favor dejas a este Jesús
tuyo.”
“Papá” –le dije yo-, “tú me puedes pedir
todo lo que quieras pero yo moriría antes de dejar lo que he encontrado”.
Era una escena fea. El cambió de un padre
amistoso a un extraño sarcástico. Todo lo que él tenía que ofrecer era otro
torrente de odio, otro azotamiento con la lengua.
El año siguiente –casi por dos años- mi
padre y yo apenas tuvimos comunicación. En el comedor él no me miraba. Yo era
totalmente pasado por alto. Finalmente se hizo insoportable para mí aun
sentarme y ver las noticias de la noche junto con mi familia.
¿Qué hacía? Me quedaba en mi cuarto. Pero
mirando atrás, puedo ver que el Señor sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Pase cientos de horas –miles- a solas con Dios. Mi Biblia siempre estaba
abierta. Oraba y estudiaba; adoraba. Me banqueteaba con el maná celestial que
necesitaría en los años venideros.
“Yo tengo que obedecer
al Señor”
Ir a la iglesia era un problema gigante. Como deseaba yo
ir, pero mi padre decía: “¡Absolutamente no!” una y otra vez. En realidad, esa
era prácticamente la única conversación que teníamos –discusiones acerca de la
casa del Señor.
Los orientales consideran increíble que se
desobedezca a los padres. Para este tiempo yo tenía casi veintiún años. Y
vívidamente, recuerdo la noche en que me atreví a decirle a mi padre: “Yo te
obedeceré en cualquier cosa que tu desees, pero en lo de ir a la iglesia no te
obedeceré. ¡Yo tengo que obedecer al
Señor!”
Él se quedó petrificado. Como si le
hubieran dado un tiro. Y pareció encolerizarse más.
Por respeto hice todo lo que pude por ser
obediente. Yo le preguntaba “¿Puedo ir a la iglesia esta noche?” Él decía no, y
yo iba a mi cuarto y oraba: “Por favor, Señor, por favor cambia su manera de
pensar”:
Entonces yo bajaba las escaleras y le
preguntaba otra vez: “¿Puedo ir?”
“No” –refunfuñaba él. Y yo volvía a subir.
Poco a poco, el comenzó a ceder. Los
Catacumbas alquilaron otro edificio para tener servicios los domingos, y allí
estaba yo. Los estudios bíblicos eran los jueves y viernes, y la reunión de
jóvenes los sábados por la noche. Estas reuniones llegaron a ser toda mi vida.
Dos años después de mi conversión, mi
crecimiento espiritual estaba como un cohete moviéndose en órbita. Al final de
1973, Merv y Merla Watson me invitaban a unirme a ellos en la plataforma para
ayudarlos a dirigir la alabanza y la adoración. Pero yo no podía hablar en
público.
Jim Poynter, el pastor lleno del Espíritu,
de la Iglesia Metodista Libre, me había visto allí. Y un día paró en el kiosco
solo para hablar sobre las cosas del Señor. Ahí fue donde me invitó a ir con él
a la reunión de Kuhlman en Pittsburgh.
Mi encuentro personal con el Espíritu
Santo después de esa reunión fue asombroso. Pero me llevó algunos días darme
cuenta de las dimensiones de la revelación de Dios a mí.
Por este tiempo cambie de trabajo. Acepte
una posición de oficinista en la junta del colegio católico en Toronto. Estoy
seguro de que ellos a veces tenían interrogantes acerca de mí. Yo tenía una
sonrisa en mi rostro solo de pensar acerca de lo que Dios estaba haciendo en mi
vida.
Tan pronto como terminaba mi trabajo, me
iba a la casa y subía rápidamente las escaleras que conducían a mi cuarto y
comenzaba a hablar con él. “Oh, Espíritu Santo, estoy tan contento de regresar
aquí a solas contigo”. Si, Él siempre estaba conmigo, pero mi cuarto llegó a
ser un lugar sagrado, especial. A veces, cuando yo no estaba trabajando me
quedaba en la casa todo el día, solo para tener comunión personal con El.
¿Qué estaba yo haciendo? Teniendo comunión. Comunión con el Espíritu. Y cuando
no estaba en el trabajo o en mi cuarto, trataba de ir a la iglesia. Pero no le decía a nadie lo que me estaba pasando.
Cuando salía de la casa en la mañana, El salía
conmigo. En realidad sentía a alguien a mi lado. En el ómnibus sentía la
urgencia de comenzar a hablar con Él, pero no quería que la gente pensara que
yo estaba loco. Aun en el trabajo, había ocasiones cuando yo le susurraba cosas
a Él. En el almuerzo, Él era mi compañero. Pero día tras día, cuando llegaba a
la casa, subía a saltos aquellas escaleras, cerraba la puerta de mi cuarto, y decía:
“Ahora estamos solos”. Y mi viaje espiritual continuaba.
Unción en el automóvil
Permíteme explicar que muchas veces yo no estaba consciente
de Su presencia. Sabía que Él estaba conmigo, pero me había acostumbrado tanto
a Él, que no sentía la electricidad de aquellos tiempos especiales.
Pero otros lo sentían. Muchas veces cuando
mis amigos venían a verme, comenzaban a llorar por la presencia del Espíritu
Santo.
Una vez Jim Poynter llamó para decirme: “Quiero
recogerte y llevarte a una iglesia metodista donde yo estoy cantando. Tu puedes
cantar conmigo si quieres”. Yo no era cantante, pero lo ayudaba de vez en
cuando.
Aquella tarde yo estaba otra vez absorto
en la unción del Espíritu Santo. Entonces oí a Jim tocar la bocina. Al bajar
las escaleras corriendo e ir hacia el auto, sentí realmente la presencia del
Señor que corría conmigo.
Al momento de sentarme en el asiento del
frente y cerrar la puerta, Jim comenzó a llorar. El comenzó a cantar el coro, ¡Aleluya!
¡Aleluya! ¡Aleluya! Se volvió hacia mí y dijo: “Benny, puedo sentir al Espíritu
Santo en este automóvil”.
“Por supuesto, Su presencia está en este
auto” –dije yo, “¿En que otro lugar puede estar?” Para mi había llegado a ser
la norma. Pero Jim casi no podía manejar. El continuaba llorando delante del
Señor.
Una vez, mi madre estaba limpiando el
pasillo, mientras yo estaba en mi cuarto hablando con el Espíritu Santo. Cuando
salí, ella cayó hacia atrás. Algo la había empujado contra la pared. Yo dije: “¿Qué
te pasa mamá?”. Ella respondió: “No sé”. Bueno, la presencia del Señor por poco
la tira al piso.
Mis hermanos le dirían con el tiempo
cuando ellos se acercaban a mí y no sabían lo que estaba pasando –pero sentían algo
raro.
Al pasar el tiempo perdí el deseo de salir
con los jóvenes de la iglesia para divertirnos. Yo solo deseaba estar con el
Señor. Muy a menudo yo decía: “Señor, prefiero tener esto que cualquier cosa
que el mundo pueda ofrecer”. Ellos podían tener sus juegos, su entretenimiento,
su balompié –yo no lo necesitaba.
“Lo que yo quiero es lo que tengo ahora
mismo”, le dije al Señor. “Cualquier cosa que esto sea, yo no lo dejaré ir”. Comencé
a entender mejor el deseo del apóstol Pablo por “la comunión del Espíritu Santo”.
Henry, Mary, Sammy y
Willie
Ahora aun los miembros de mi familia estaban haciendo
preguntas. El Espíritu del Señor permeaba nuestro hogar en tal forma que mis
hermanos y hermanas comenzaron a sentir hambre espiritual.
Uno por uno, venían a mí y comenzaban a
hacer preguntas. Decían: “Benny, yo te he estado observando. Este Jesús es real
¿No es cierto?”
Mi hermana Mary le dio su corazón al
Señor. Y dentro de los próximos meses mi hermanito Sammy se salvó. Luego vino
Willie.
Todo lo que yo podía hacer era gritar: “¡Aleluya!”
Estaba sucediendo –y todavía yo no había comenzado a predicar.
Para este tiempo mi padre estaba casi a
punto de ingresar en un manicomio. ¿Estaba el perdiendo toda su familia para
este Jesús? Él no sabía cómo manejar la situación. Pero yo no tenía duda de que
mi mama y mi papa podían ver la trasformación que ya se había efectuado en dos
de mis hermanos y en Mary.
Cuando yo le di mi vida al Señor, tuve
unos encuentros maravillosos con El. Pero era nada comparados con mí caminar
diario con el Espíritu Santo. Ahora el Señor realmente visitaba mi cuarto. La gloria llenaba el lugar. Algunos días
pasaba de rodillas adorando al Señor, ocho, nueve, o diez horas consecutivas.
En el año 1974, se desató un fluir
interminable del poder de Dios en mi vida. Yo solo decía: “Buenos días, Espíritu
Santo”, y todo comenzaba de nuevo. La gloria del Señor se quedaba conmigo.
Un día, en abril, yo pensé: “Tiene que
haber una razón para esto”. Pregunte: “Señor, ¿por qué estás haciendo todo esto
por mí?” yo sabía que Dios no le da a la gente paseos espirituales para
siempre.
Entonces al comenzar a orar, aquí esta lo
que Dios me revelo. Yo vi alguien de pie frente a mí. Estaba totalmente en
llamas, moviéndose sin control; sus pies no estaban tocando el piso. La boca de
este ser estaba abriéndose y cerrándose –como lo que la Palabra describe como “crujir
de dientes”.
En ese momento el Señor me habló en voz
audible. Me dijo: “Predica el evangelio”.
Mi respuesta, por supuesto fue: “Pero
Señor, no puedo hablar”.
Dos noches después el Señor me dio un
segundo sueño. Vi a un ángel que tenía una cadena en su mano, atada a una puerta
que parecía llenar todo el cielo. La abrió y allí había gente hasta donde yo podía
ir. Almas. Todas se estaban moviendo hacia un grande y profundo valle –y el
valle era un infierno rugiente de fuego.
Era aterrorizador. Vi miles de personas
caer en el fuego. Los que iban al frente de la muchedumbre estaban resistiéndose
a seguir, pero la aglomeración de la humanidad detrás de ellos, los empujo a
las llamas.
De nuevo, el Señor me habló: Bien claro
dijo: “Si no predicas, serás responsable por cada uno que se caiga”. Instantáneamente,
me di cuenta de que todo lo que pasaba en mi vida era con un propósito –para que
predicara el evangelio.
Sucedió en Oshawa
La comunión seguía. La gloria continuaba. La presencia del
Señor no se iba; en verdad, se intensificaba. La Palabra se hizo más real. Mi vida
de oración llegó a ser más poderosa.
Finalmente, en noviembre de 1974, yo no podía
evadir el tema más. Le dije al Señor “Yo predicaré el evangelio con una condición:
que tú estés conmigo en cada servicio”. Y entonces le recordé “Señor, tu sabes
que no puedo hablar”. Yo me preocupaba continuamente por mi problema del habla
y por el hecho de que yo iba a sentirme avergonzado.
Era imposible, sin embargo, borrar de mi
mente la imagen del hombre ardiendo, y la voz del Señor cuando dijo: “Si no
predicas, por todo el que caiga tú serás responsable”.
Yo pensé: “Tengo que comenzar a predicar”.
Pero, ¿dar algunos tratados no será suficiente? Luego, una tarde, la primera
semana de diciembre, yo estaba visitando el hogar de Stan y Shirley Phillips en
Oshawa, como a treinta millas al este de Toronto.
“¿Puedo decirles algo?” –pregunté. Nunca antes
me había sentido guiado a contarle a nadie la historia completa acerca de mis
experiencias, sueños y visiones. Por cerca de tres horas, derramé mi corazón sobre
cosas que solo el Señor y yo sabíamos.
Antes de terminar, Stan me interrumpió y
dijo: “Benny, esta noche tienes que venir a nuestra iglesia a compartir esto”. Ellos
tenían una fraternidad llamada Shilo –como trescientas personas en la iglesia Trinity Assembly of God (Asambleas de Dios Trinidad), en Oshawa.
Me habría gustado que me hubieras visto. Mi
pelo estaba largo hasta los hombros, y yo no estaba vestido para ir a la iglesia,
porque la invitación había sido totalmente inesperada.
Pero el 7 de diciembre de 1974, Stan me
presentó al grupo, y por primera vez en mi vida me paré delante de un pulpito a
predicar.
Al instante que abrí mi boca, sentí que
algo tocó mi lengua y la soltó. Sentía como adormecimiento, y comencé a
proclamar la Palabra de Dios con absoluta fluidez.
Aquí está lo sorprendente. Dios no me sanó
cuando estaba sentado en la audiencia. Él no me sanó cuando iba hacia la
plataforma. Él no me sanó cuando me paré detrás del pulpito. Dios hizo el
milagro cuando yo abrí mi boca.
Cuando mi lengua se soltó, yo dije “¡Eso
es!” La tartamudez había desaparecido. Toda. Y nunca más ha vuelto.
Mis padres no sabían que yo había sido
sanado porque teníamos muy poca comunicación en la casa. Y por supuesto, había habido
tiempos cuando yo podía hablar sin que se notara el problema, y eso por un
breve lapso –antes que volviera la tartamudez otra vez.
Pero yo sabía que había sido sanado. Y mi
ministerio comenzó a crecer rápidamente. Parecía como si cada día me invitaran
a una iglesia o fraternidad para ministrar. Me sentí en el centro de la
perfecta voluntad de Dios.
“Yo voy a morir”
Por los próximos cinco meses yo era un predicador pero mi madre
y mi padre no lo sospechaban. Mantenerlo en secreto por tanto tiempo constituyó
un milagro. Mis hermanos lo sabían, pero no se atrevían a decirlo a papá,
porque ellos sabían que sería el final de Benny.
En el Toronto
Star en abril de 1975,
apreció un anuncio con mi retrato. Yo estaba predicando en una iglesia
pentecostal en la parte oeste del pueblo, y el pastor deseaba atraer algunos
visitantes.
Dio resultado. Constandi y Clemence vieron
el anuncio. (Mis padres)
Yo estaba sentado en la plataforma aquel
domingo en la noche. Durante el servicio de alabanza miré, y apenas podía creer
lo que veía. Allí estaba mi madre y mi padre, y eran llevados a sus asientos
por un ujier, a solo unas cuantas filas frente a la plataforma.
Yo pensé: “Esto es lo que faltaba. Voy a
morir”.
Mi buen amigo Jim Poynter estaba sentado a
mi lado en la plataforma. Volviéndome a él le dije: “¡Ora, Jim! ¡Ora!” Él se sorprendió
cuando le dije que mamá y papá estaban allí.
Mil pensamientos pasaron por mi mente, y
no era el menor: “Señor, yo sabré que estoy realmente sanado si no tartamudeo
esta noche”. No puedo recordar otra ocasión en que yo estuviera tan nervioso
durante un servicio, y la ansiedad siempre me hacía tartamudear.
Al comenzar a predicar, el poder de la
presencia de Dios comenzó a fluir a través de mí, pero no podía mirar en la dirección
donde estaban mis padres –ni siquiera para un vistazo. Todo lo que yo sabía era que mi preocupación acerca de
tartamudear era innecesaria. Cuando Dios me sanó, la sanidad fue permanente.
Hacia el final del servicio comencé a orar
por aquellos que necesitaban sanidad. Oh, el poder de Dios llenó aquel lugar.
Mientras la reunión estaba finalizando,
mis padres pararon y salieron por la puerta de atrás.
Después del servicio le dije a Jim: “Tienes
que orar. ¿Te das cuenta de que en las próximas horas se decidirá mi destino?
Puede que tenga que dormir en tu casa esta noche.”
Aquella noche manejé alrededor de Toronto
sin rumbo fijo. Yo deseaba esperar hasta por lo menos las dos de la madrugada
para llegar a casa. Para esa hora yo sabía que mis padres estarían acostados.
Realmente yo no deseaba enfrentarlos. Pero
más adelante hablaré sobre eso.
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