martes, 26 de mayo de 2015

Libro: "Buenos días, Espíritu Santo"[Benny Hinn] - Capitulo 3

Capítulo 3
“Tradición, tradición”

Entré en mi cuarto, y como magnetizado, fui atraído hacia aquella Biblia grande negra. Era la única Biblia en nuestro hogar. Mamá y papá no tenían ninguna. Yo no tenía idea de donde había venido, pero había sido mía hasta donde yo podía recordar.
            Las paginas casi no se habían abierto desde nuestra llegada a Canadá, pero ahora oré: “Señor, tienes que mostrarme lo que me pasó hoy”. Abrí la Escritura y comencé a devorarla como un hombre hambriento a quien se le acaba de dar un trozo de pan.
El Espíritu Santo vino a ser mi maestro. En ese tiempo yo no lo sabía, pero exactamente lo que milagrosamente comenzó a suceder. Tú ves, los muchachos en la reunión de oración no dijeron: “Aquí está lo que dice la Biblia”. Ellos no dijeron nada. En realidad, no tenían idea de lo que había ocurrido durante las veinticuatro horas asadas. Y, por supuesto, yo no les dije una palabra de ello a mis padres.
Comencé leyendo los Evangelios. Me encontré a mí mismo diciendo en voz alta, “Jesús, ven a mi corazón. Por favor, Señor Jesús, ven a mi corazón”.
En pasaje tras pasaje de las Escrituras veía el plan de salvación que se abría. Era como si nunca antes hubiera leído la Biblia. Oh, amigo, está era viva. Las palabras fluían del manantial, y bebí libremente de ella.
Finalmente, a las tres o cuatro de la mañana, con una paz suave que nunca antes había conocido, me quede dormido.

PERTENECIENDO

El día siguiente en la escuela yo busqué a aquellos “fanáticos” y les dije: “Oigan, me gustaría que me llevaran a la iglesia de ustedes”. Ellos me hablaron de una fraternidad semanal a la que asistían y me ofrecieron llevarme dos días más tarde.
Aquel jueves en la noche me encontré en “Las catacumbas”. Así ellos la llamaban. El servicio era igual que la reunión de oración de aquella mañana en el colegio –la gente levantaba las manos, adorando al Señor. En esta ocasión me uní a ellos.
“Jehová jire, mi proveedor, Su gracia es suficiente para mí”, cantaron una y otra vez. Me gusto aquella canción desde el primer momento que la oí, y me gustaba aún más cuando supe que fue escrita por la esposa del pastor, Merla Watson. Su esposo era el pastor de este rebaño tan extraordinario.
Las Catacumbas no era una iglesia típica. La gente que asistía era una multitud de cristianos exuberantes que se reunían todos los jueves por la noche en la Catedral de San Pablo, una iglesia anglicana en el centro de Toronto.
Estos eran días del “Movimiento de Jesús” cuando los llamados “hippies” se estaban salvando más rápido de que lo que les llevaba cortarse el pelo. Imagínate, yo tampoco había visto una silla de barbero en largo tiempo.
Mire alrededor. El lugar estaba lleno de jóvenes como yo. Era digno de verse. Saltaban para arriba y para abajo, danzando y cantando alegres al Señor. Era difícil para mí creer que un lugar como aquel existiera en verdad. Pero de alguna manera, desde aquella primera noche, yo sentí que pertenecía a aquel grupo.

“Sube allá”
Al concluir la reunión, Merv Watson dijo: “Quiero que todos ustedes, los que desean hacer una confesión pública de sus pecados, pasen al frente. Vamos a orar por ustedes mientras le dicen a Cristo que venga a su corazón”.
Yo comencé a estremecerme y a temblar. Pero pensé: “Yo no tengo que ir allá, porque ya estoy salvo”. Sabía que el Señor se había hecho cargo de mi vida a las ocho menos cinco del lunes en la mañana. Y ese día era jueves.
En unos segundos me encontré caminando hacia el frente por el pasillo tan rápido como pude no sabía del todo por qué lo hacía. Pero algo dentro de mí me estaba diciendo: “Sube allá”.
Fue en aquel momento, en un servicio carismático en una iglesia anglicana, que este pequeño buen católico de un hogar de la iglesia ortodoxa hizo una confesión pública de su aceptación a Cristo. “Jesús”, dije yo, “te pido que seas el Señor en mi vida”.
La Tierra Prometida no se podía comparar con esto. Cuanto mejor estar donde Jesús estaba, que donde él había estado.
Aquella noche cuando llegue al hogar, estaba tan lleno de la presencia del Señor, que decidí decirle a mi mamá lo que había pasado (No tuve el valor de decírselo a mi papá).
“Mamá, tengo que compartir algo contigo”, le susurré. “¡He sido salvado!”
En un momento decayó su semblante. Me miró y dijo directamente, “¿Salvado de qué?”
“Confía en mi” –le dije. “Tu entenderás”.
El viernes en la mañana y todo el día –en la escuela, en el kiosco, en todo lugar adonde iba, una visión continuaba delante de mí. Me veía predicando. Era increíble, pero no lo podía dejar. Veía las multitudes. Y allí estaba yo, con un traje, mi cabello bien arreglado y limpio, predicando con vehemencia.
Aquel día encontré a Bob, mi amigo “raro”, que una vez había cubierto las paredes del kiosco con versículos de la Escritura. Yo le conté solo un poco de lo que había pasado esa semana. Y le dije que aún me veía predicando.
“Bob”, le dije, “todo el día ha sido así. No puedo sacar de mi mente la visión de verme predicando a grandes multitudes al aire libre; en estados, en iglesias, en salas de conciertos”. Comenzando a tartamudear, le dije: “Veo gente, hasta donde pueden llegar mis ojos. ¡Estaré perdiendo la razón! ¿Qué tú crees que quiere decir esto?”
“Puede ser sólo una cosa” –me dijo él. “Dios te está preparando para un gran ministerio. Yo creo que es maravilloso”.

ECHADO FUERA

Yo no recibí ese mismo estímulo en el hogar. Por supuesto, no les odia decir lo que, en realidad, el Señor estaba haciendo. La situación era terrible

Humillación y vergüenza
Toda mi familia comenzó a molestarme y a ridiculizarme. Era horrible. Lo esperaba de mi padre, pero no de mi madre. Cuando yo estaba creciendo, ella había mostrado tanto afecto. También mis hermanos y hermanas. Pero ahora me trataban con menosprecio –como un intruso, que no pertenecía a la familia.
“¡Tradición, tradición!” –dice una canción. Si un oriental rompe la tradición, ha cometido un pecado imperdonable. Dudo que en el oeste entiendan jamás la seriedad de eso. El trae humillación sobre la familia. Y eso no se puede perdonar.
Mi familia me dijo: “Benny, tu estas arruinando el nombre de nuestra familia”. Me rogaron que no deshonrara su reputación. Mi padre había sido alcalde –y me lo recordaba. El nombre de la familia estaba en “juego”.
Por favor entiéndanme cuando digo esto, pero los ortodoxos griegos, y gente de la iglesia “alta” del Oriente son tal vez la gente más difícil de traer a un cristianismo “personal”.
Cuando yo me convertí en un cristiano nacido de nuevo, eso fue en realidad una vergüenza para ellos. ¿Por qué? Porque creen que son los cristianos verdaderos, y que tienen los documentos históricos para probarlo. Ellos han sido cristianos por más tiempo que ningún otro pueblo.
Pero aquí está el problema, yo he sido criado con el: Su fe es larga en forma ritual y dogma, pero corta en la unción de Dios. Falta de poder. Y como resultado, prácticamente no comprenden el significado de oír del Señor o ser guiado por el Espíritu.
Llego a ser obvio que si yo iba a permanecer en el hogar, tendría que cerrar la puerta a conversaciones sobre Cristo.
Nada, sin embargo, podía extinguir el fuego de mi nueva fe. Yo era como un ascua encendida que nunca dejaba de arder.
Temprano en la mañana mi Biblia estaba abierta. El Espíritu Santo continuaba revelándome la Palabra. Pero eso no era suficiente. Cada noche que me podía “escapar” de la casa, yo estaba en el servicio de la iglesia, fraternidad de jóvenes, o reunión de oración. Y los jueves en la noche regresaba a Las Catacumbas.
Nunca podre borrar de mi memoria el día que mencioné a “Jesús” en mi hogar. Mi padre vino hacia mí y me dio en la cara. Sentí el dolor. No, no era la roca de Jerusalén ahora. Era un dolor diferente. Pero el dolor que sentía era por mi familia. Yo los amaba tanto y agonizaba por su salvación
En realidad, fue culpa mía. Mi papá me había advertido: “Tú mencionas el nombre de Jesús otra ve, y desearas no haberlo hecho” gruñía con odio mientras me amenazaba con echarme fuera de la casa.
Yo comencé a hablarle del Señor a mi hermanita, Mary. De alguna manera papá se enteró, y su irá se manifestó de nuevo. Me prohibió que jamás le volviera a hablar a ella de cosas espirituales.

Tiempo para el psiquiatra
Aun mis hermanos me perseguían. Ellos me ponían todos los nombres bajo el cielo –y algunos debajo de la tierra. Yo seguí así por mucho tiempo. En mi cuarto oraba: “Señor, ¿tendrá fin esto? ¿Llegaran ellos algún día a conocerte?”
Llego un momento en que no podía hablar con ningún miembro de mi familia. Yo no tenía que buscar definición de ostracismo, pues lo estaba experimentando.
Trajeron a mi abuela desde Israel solo para que me dijera que yo estaba loco. “Eres una vergüenza para el nombre de la familia” –me dijo ella. “¿No entiendes la vergüenza que estás causando?”
Mi padre hizo una cita para que yo viera a un psiquiatra. Evidentemente, creyó que yo había perdido la razón. ¿Y cuál fue la conclusión del doctor? “Puede que su hijo esté pasando por algo. Él saldrá de eso.
Su próxima táctica fue conseguirme un trabajo que me mantuviera tan ocupado que no tuviera tiempo para este “Jesús”. Fue a ver a uno de sus amigos y le dijo: “Me gustaría que le ofrecieras un trabajo a mi hijo Benny”.
Papa me llevo a su negocio y espero en el automóvil mientras yo entraba. El hombre era uno de los seres más rudos, duros, de espíritu perverso que jamás he conocido. Era obvio que yo no podía trabajar para tal persona.
Volví al auto de mi padre y le dije: “Padre, nunca podre tenerlo como mi jefe”.
En verdad, ese día lo sentí por mi padre. Él estaba en un aprieto. Me dijo: “Benny, ¿qué tú quieres que yo haga por ti? Dímelo. Yo hare cualquier cosa que me pidas si por favor dejas a este Jesús tuyo.”
“Papá” –le dije yo-, “tú me puedes pedir todo lo que quieras pero yo moriría antes de dejar lo que he encontrado”.
Era una escena fea. El cambió de un padre amistoso a un extraño sarcástico. Todo lo que él tenía que ofrecer era otro torrente de odio, otro azotamiento con la lengua.
El año siguiente –casi por dos años- mi padre y yo apenas tuvimos comunicación. En el comedor él no me miraba. Yo era totalmente pasado por alto. Finalmente se hizo insoportable para mí aun sentarme y ver las noticias de la noche junto con mi familia.
¿Qué hacía? Me quedaba en mi cuarto. Pero mirando atrás, puedo ver que el Señor sabía exactamente lo que estaba haciendo. Pase cientos de horas –miles- a solas con Dios. Mi Biblia siempre estaba abierta. Oraba y estudiaba; adoraba. Me banqueteaba con el maná celestial que necesitaría en los años venideros.

“Yo tengo que obedecer al Señor”
Ir a la iglesia era un problema gigante. Como deseaba yo ir, pero mi padre decía: “¡Absolutamente no!” una y otra vez. En realidad, esa era prácticamente la única conversación que teníamos –discusiones acerca de la casa del Señor.
Los orientales consideran increíble que se desobedezca a los padres. Para este tiempo yo tenía casi veintiún años. Y vívidamente, recuerdo la noche en que me atreví a decirle a mi padre: “Yo te obedeceré en cualquier cosa que tu desees, pero en lo de ir a la iglesia no te obedeceré. ¡Yo tengo que obedecer al Señor!”
Él se quedó petrificado. Como si le hubieran dado un tiro. Y pareció encolerizarse más.
Por respeto hice todo lo que pude por ser obediente. Yo le preguntaba “¿Puedo ir a la iglesia esta noche?” Él decía no, y yo iba a mi cuarto y oraba: “Por favor, Señor, por favor cambia su manera de pensar”:
Entonces yo bajaba las escaleras y le preguntaba otra vez: “¿Puedo ir?”
“No” –refunfuñaba él. Y yo volvía a subir.
Poco a poco, el comenzó a ceder. Los Catacumbas alquilaron otro edificio para tener servicios los domingos, y allí estaba yo. Los estudios bíblicos eran los jueves y viernes, y la reunión de jóvenes los sábados por la noche. Estas reuniones llegaron a ser toda mi vida.
Dos años después de mi conversión, mi crecimiento espiritual estaba como un cohete moviéndose en órbita. Al final de 1973, Merv y Merla Watson me invitaban a unirme a ellos en la plataforma para ayudarlos a dirigir la alabanza y la adoración. Pero yo no podía hablar en público.
Jim Poynter, el pastor lleno del Espíritu, de la Iglesia Metodista Libre, me había visto allí. Y un día paró en el kiosco solo para hablar sobre las cosas del Señor. Ahí fue donde me invitó a ir con él a la reunión de Kuhlman en Pittsburgh.
Mi encuentro personal con el Espíritu Santo después de esa reunión fue asombroso. Pero me llevó algunos días darme cuenta de las dimensiones de la revelación de Dios a mí.
Por este tiempo cambie de trabajo. Acepte una posición de oficinista en la junta del colegio católico en Toronto. Estoy seguro de que ellos a veces tenían interrogantes acerca de mí. Yo tenía una sonrisa en mi rostro solo de pensar acerca de lo que Dios estaba haciendo en mi vida.
Tan pronto como terminaba mi trabajo, me iba a la casa y subía rápidamente las escaleras que conducían a mi cuarto y comenzaba a hablar con él. “Oh, Espíritu Santo, estoy tan contento de regresar aquí a solas contigo”. Si, Él siempre estaba conmigo, pero mi cuarto llegó a ser un lugar sagrado, especial. A veces, cuando yo no estaba trabajando me quedaba en la casa todo el día, solo para tener comunión personal con El.
¿Qué estaba yo haciendo? Teniendo comunión. Comunión con el Espíritu. Y cuando no estaba en el trabajo o en mi cuarto, trataba de ir a la iglesia. Pero  no le decía a nadie lo que me estaba pasando.
Cuando salía de la casa en la mañana, El salía conmigo. En realidad sentía a alguien a mi lado. En el ómnibus sentía la urgencia de comenzar a hablar con Él, pero no quería que la gente pensara que yo estaba loco. Aun en el trabajo, había ocasiones cuando yo le susurraba cosas a Él. En el almuerzo, Él era mi compañero. Pero día tras día, cuando llegaba a la casa, subía a saltos aquellas escaleras, cerraba la puerta de mi cuarto, y decía: “Ahora estamos solos”. Y mi viaje espiritual continuaba.

Unción en el automóvil
Permíteme explicar que muchas veces yo no estaba consciente de Su presencia. Sabía que Él estaba conmigo, pero me había acostumbrado tanto a Él, que no sentía la electricidad de aquellos tiempos especiales.
Pero otros lo sentían. Muchas veces cuando mis amigos venían a verme, comenzaban a llorar por la presencia del Espíritu Santo.
Una vez Jim Poynter llamó para decirme: “Quiero recogerte y llevarte a una iglesia metodista donde yo estoy cantando. Tu puedes cantar conmigo si quieres”. Yo no era cantante, pero lo ayudaba de vez en cuando.
Aquella tarde yo estaba otra vez absorto en la unción del Espíritu Santo. Entonces oí a Jim tocar la bocina. Al bajar las escaleras corriendo e ir hacia el auto, sentí realmente la presencia del Señor que corría conmigo.
Al momento de sentarme en el asiento del frente y cerrar la puerta, Jim comenzó a llorar. El comenzó a cantar el coro, ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Se volvió hacia mí y dijo: “Benny, puedo sentir al Espíritu Santo en este automóvil”.
“Por supuesto, Su presencia está en este auto” –dije yo, “¿En que otro lugar puede estar?” Para mi había llegado a ser la norma. Pero Jim casi no podía manejar. El continuaba llorando delante del Señor.
Una vez, mi madre estaba limpiando el pasillo, mientras yo estaba en mi cuarto hablando con el Espíritu Santo. Cuando salí, ella cayó hacia atrás. Algo la había empujado contra la pared. Yo dije: “¿Qué te pasa mamá?”. Ella respondió: “No sé”. Bueno, la presencia del Señor por poco la tira al piso.
Mis hermanos le dirían con el tiempo cuando ellos se acercaban a mí y no sabían lo que estaba pasando –pero sentían algo raro.
Al pasar el tiempo perdí el deseo de salir con los jóvenes de la iglesia para divertirnos. Yo solo deseaba estar con el Señor. Muy a menudo yo decía: “Señor, prefiero tener esto que cualquier cosa que el mundo pueda ofrecer”. Ellos podían tener sus juegos, su entretenimiento, su balompié –yo no lo necesitaba.
“Lo que yo quiero es lo que tengo ahora mismo”, le dije al Señor. “Cualquier cosa que esto sea, yo no lo dejaré ir”. Comencé a entender mejor el deseo del apóstol Pablo por “la comunión del Espíritu Santo”.



Henry, Mary, Sammy y Willie
Ahora aun los miembros de mi familia estaban haciendo preguntas. El Espíritu del Señor permeaba nuestro hogar en tal forma que mis hermanos y hermanas comenzaron a sentir hambre espiritual.
Uno por uno, venían a mí y comenzaban a hacer preguntas. Decían: “Benny, yo te he estado observando. Este Jesús es real ¿No es cierto?”
Mi hermana Mary le dio su corazón al Señor. Y dentro de los próximos meses mi hermanito Sammy se salvó. Luego vino Willie.
Todo lo que yo podía hacer era gritar: “¡Aleluya!” Estaba sucediendo –y todavía yo no había comenzado a predicar.
Para este tiempo mi padre estaba casi a punto de ingresar en un manicomio. ¿Estaba el perdiendo toda su familia para este Jesús? Él no sabía cómo manejar la situación. Pero yo no tenía duda de que mi mama y mi papa podían ver la trasformación que ya se había efectuado en dos de mis hermanos y en Mary.
Cuando yo le di mi vida al Señor, tuve unos encuentros maravillosos con El. Pero era nada comparados con mí caminar diario con el Espíritu Santo. Ahora el Señor realmente visitaba mi cuarto. La gloria llenaba el lugar. Algunos días pasaba de rodillas adorando al Señor, ocho, nueve, o diez horas consecutivas.
En el año 1974, se desató un fluir interminable del poder de Dios en mi vida. Yo solo decía: “Buenos días, Espíritu Santo”, y todo comenzaba de nuevo. La gloria del Señor se quedaba conmigo.
Un día, en abril, yo pensé: “Tiene que haber una razón para esto”. Pregunte: “Señor, ¿por qué estás haciendo todo esto por mí?” yo sabía que Dios no le da a la gente paseos espirituales para siempre.
Entonces al comenzar a orar, aquí esta lo que Dios me revelo. Yo vi alguien de pie frente a mí. Estaba totalmente en llamas, moviéndose sin control; sus pies no estaban tocando el piso. La boca de este ser estaba abriéndose y cerrándose –como lo que la Palabra describe como “crujir de dientes”.
En ese momento el Señor me habló en voz audible. Me dijo: “Predica el evangelio”.
Mi respuesta, por supuesto fue: “Pero Señor, no puedo hablar”.
Dos noches después el Señor me dio un segundo sueño. Vi a un ángel que tenía una cadena en su mano, atada a una puerta que parecía llenar todo el cielo. La abrió y allí había gente hasta donde yo podía ir. Almas. Todas se estaban moviendo hacia un grande y profundo valle –y el valle era un infierno rugiente de fuego.
Era aterrorizador. Vi miles de personas caer en el fuego. Los que iban al frente de la muchedumbre estaban resistiéndose a seguir, pero la aglomeración de la humanidad detrás de ellos, los empujo a las llamas.
De nuevo, el Señor me habló: Bien claro dijo: “Si no predicas, serás responsable por cada uno que se caiga”. Instantáneamente, me di cuenta de que todo lo que pasaba en mi vida era con un propósito –para que predicara el evangelio.

Sucedió en Oshawa
La comunión seguía. La gloria continuaba. La presencia del Señor no se iba; en verdad, se intensificaba. La Palabra se hizo más real. Mi vida de oración llegó a ser más poderosa.
Finalmente, en noviembre de 1974, yo no podía evadir el tema más. Le dije al Señor “Yo predicaré el evangelio con una condición: que tú estés conmigo en cada servicio”. Y entonces le recordé “Señor, tu sabes que no puedo hablar”. Yo me preocupaba continuamente por mi problema del habla y por el hecho de que yo iba a sentirme avergonzado.
Era imposible, sin embargo, borrar de mi mente la imagen del hombre ardiendo, y la voz del Señor cuando dijo: “Si no predicas, por todo el que caiga tú serás responsable”.
Yo pensé: “Tengo que comenzar a predicar”. Pero, ¿dar algunos tratados no será suficiente? Luego, una tarde, la primera semana de diciembre, yo estaba visitando el hogar de Stan y Shirley Phillips en Oshawa, como a treinta millas al este de Toronto.
“¿Puedo decirles algo?” –pregunté. Nunca antes me había sentido guiado a contarle a nadie la historia completa acerca de mis experiencias, sueños y visiones. Por cerca de tres horas, derramé mi corazón sobre cosas que solo el Señor y yo sabíamos.
Antes de terminar, Stan me interrumpió y dijo: “Benny, esta noche tienes que venir a nuestra iglesia a compartir esto”. Ellos tenían una fraternidad llamada Shilo –como trescientas personas en la iglesia Trinity Assembly of God (Asambleas de Dios Trinidad), en Oshawa.
Me habría gustado que me hubieras visto. Mi pelo estaba largo hasta los hombros, y yo no estaba vestido para ir a la iglesia, porque la invitación había sido totalmente inesperada.
Pero el 7 de diciembre de 1974, Stan me presentó al grupo, y por primera vez en mi vida me paré delante de un pulpito a predicar.
Al instante que abrí mi boca, sentí que algo tocó mi lengua y la soltó. Sentía como adormecimiento, y comencé a proclamar la Palabra de Dios con absoluta fluidez.
Aquí está lo sorprendente. Dios no me sanó cuando estaba sentado en la audiencia. Él no me sanó cuando iba hacia la plataforma. Él no me sanó cuando me paré detrás del pulpito. Dios hizo el milagro cuando yo abrí mi boca.
Cuando mi lengua se soltó, yo dije “¡Eso es!” La tartamudez había desaparecido. Toda. Y nunca más ha vuelto.
Mis padres no sabían que yo había sido sanado porque teníamos muy poca comunicación en la casa. Y por supuesto, había habido tiempos cuando yo podía hablar sin que se notara el problema, y eso por un breve lapso –antes que volviera la tartamudez otra vez.
Pero yo sabía que había sido sanado. Y mi ministerio comenzó a crecer rápidamente. Parecía como si cada día me invitaran a una iglesia o fraternidad para ministrar. Me sentí en el centro de la perfecta voluntad de Dios.
“Yo voy a morir”
Por los próximos cinco meses yo era un predicador pero mi madre y mi padre no lo sospechaban. Mantenerlo en secreto por tanto tiempo constituyó un milagro. Mis hermanos lo sabían, pero no se atrevían a decirlo a papá, porque ellos sabían que sería el final de Benny.
En el Toronto Star en abril de 1975, apreció un anuncio con mi retrato. Yo estaba predicando en una iglesia pentecostal en la parte oeste del pueblo, y el pastor deseaba atraer algunos visitantes.
Dio resultado. Constandi y Clemence vieron el anuncio. (Mis padres)
Yo estaba sentado en la plataforma aquel domingo en la noche. Durante el servicio de alabanza miré, y apenas podía creer lo que veía. Allí estaba mi madre y mi padre, y eran llevados a sus asientos por un ujier, a solo unas cuantas filas frente a la plataforma.
Yo pensé: “Esto es lo que faltaba. Voy a morir”.
Mi buen amigo Jim Poynter estaba sentado a mi lado en la plataforma. Volviéndome a él le dije: “¡Ora, Jim! ¡Ora!” Él se sorprendió cuando le dije que mamá y papá estaban allí.
Mil pensamientos pasaron por mi mente, y no era el menor: “Señor, yo sabré que estoy realmente sanado si no tartamudeo esta noche”. No puedo recordar otra ocasión en que yo estuviera tan nervioso durante un servicio, y la ansiedad siempre me hacía tartamudear.
Al comenzar a predicar, el poder de la presencia de Dios comenzó a fluir a través de mí, pero no podía mirar en la dirección donde estaban mis padres –ni siquiera para un vistazo. Todo lo que  yo sabía era que mi preocupación acerca de tartamudear era innecesaria. Cuando Dios me sanó, la sanidad fue permanente.
Hacia el final del servicio comencé a orar por aquellos que necesitaban sanidad. Oh, el poder de Dios llenó aquel lugar.
Mientras la reunión estaba finalizando, mis padres pararon y salieron por la puerta de atrás.
Después del servicio le dije a Jim: “Tienes que orar. ¿Te das cuenta de que en las próximas horas se decidirá mi destino? Puede que tenga que dormir en tu casa esta noche.”
Aquella noche manejé alrededor de Toronto sin rumbo fijo. Yo deseaba esperar hasta por lo menos las dos de la madrugada para llegar a casa. Para esa hora yo sabía que mis padres estarían acostados.

Realmente yo no deseaba enfrentarlos. Pero más adelante hablaré sobre eso.

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