CAPÍTULO 3
Como un juego de ajedrez
El tiempo se ha tornado como un
juego de ajedrez,
los peones a los reyes, los cristianos
a su rey.
El tiempo ha pasado, ¿dónde queda
el ayer?
El mundo se ha negado a ser
conforme a él.
El tiempo no ha parado, corre
aún con rapidez,
se aumenta el pecado, su fidelidad
también.
Muchos hemos confundido nuestra
posición en Dios y asumido una actitud que demanda, en lugar de una que
demuestra servicio y sumisión. Hemos establecido nuestra relación con el Señor pensando
que él hace milagros y responde cuando nosotros lo solicitamos. A pesar de que
no juego mucho ajedrez, entiendo que las piezas de más bajo perfil, como los
peones, están para la protección del rey, sin embargo, alguien puede también
llegar a utilizarlos para intentar darle jaque. Es como si se midieran de tú a
tú con la pieza principal, peón y rey frente a frente, como si se ignorara la
jerarquía, el poder y todo lo que la autoridad representa. ¡Imagínate!
En el libro de Apocalipsis, el apóstol
Juan describe al glorioso Rey de reyes y Señor de señores, el Alfa y la Omega,
el Principio y el Fin.
En el día del Señor vino sobre mí el Espíritu, y oí detrás de mí una
voz fuerte, como de trompeta, que decía: «Escribe en un libro lo que veas y envíalo
a las siete iglesias: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardis, a
Filadelfia y a Laodicea.» Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba
y, al volverme, vi siete candelabros de oro. En medio de los candelabros estaba
alguien «semejante al Hijo del hombre», vestido con una túnica que le llegaba
hasta los pies y ceñido con una banda de oro a la altura del pecho. Su
cabellera lucía blanca como la lana, como la nieve; y sus ojos resplandecían
como llama de fuego. Sus pies parecían bronce al rojo vivo en un horno, y su voz
era tan fuerte como el estruendo de una catarata. En su mano derecha tenía
siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos. Su rostro
era como el sol cuando brilla en todo su esplendor. Al verlo, caí a sus pies
como muerto; pero él, poniendo su mano derecha sobre mí, me dijo: «No tengas
miedo. Yo soy el Primero y el Último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo
por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno
(Apocalipsis 1:10-18).
¡Asombroso! Fue tanta la majestad
y la gloria que reflejaban su presencia, que Juan calló como muerto a sus pies.
Tú y yo somos pecadores, somos
como hormigas al lado de él; con un solo soplo suyo, desapareceríamos de
inmediato de la faz de la tierra. Sin embargo, acudimos a su presencia con
osadía y demandamos nuestra gran lista de sueños, deseos y peticiones, atreviéndonos
a molestarnos con él si no estamos de acuerdo con sus planes, y en el peor de
los casos, le damos la espalda a su amor, desviándonos de su perfecta voluntad
para nuestra vida.
Sé que el amor, la misericordia y
la fidelidad de Dios son muy grandes e incomprensibles, pero tú y yo debemos
reconocer que él es Dios, Señor, Soberano y Creador, por lo tanto, debemos
mostrarle un supremo respeto que nos lleve a una genuina vida de adoración.
Si mañana te dieran la noticia de
que tienes una enfermedad mortal y en pocas semanas morirás, ¿seguirá él siendo
el Dios de tu vida? ¿Vendrás a él en adoración y gratitud durante esos últimos
días de vida que te quedan? ¿O te molestarás con Dios y le reclamarás por lo
que te sucede?
Tendrías que vivirlo tú mismo
para saber qué responderías.
Deberíamos considerar el ejemplo
de Job, un hombre intachable, que le daba honor a Dios con su forma de vivir. Fue
tanto el agrado de Dios por la vida tan especial de Job, que presumía de que no
había un hombre como él hasta con el mismo Satanás. Cuando Dios se enorgulleció
de su siervo Job, Satanás le dijo que, si le quitaba todo lo que amaba, seguramente
dejaría de ser ese hombre tan recto y especial. Sin embargo, como Dios conocía
el corazón de su siervo, permitió que el maligno lo despojara de todo lo que
tenía. Una vez que Job lo perdió todo y se encontraba tirado en el suelo con el
cuerpo cubierto de llagas, mientras su esposa lo animaba a maldecir a Dios, las
palabras de este hombre fueron:
«“Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo he de partir. El SEÑOR
ha dado; el SEÑOR ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del SEÑOR! A pesar de todo
esto, Job no pecó ni le echó la culpa a Dios» (Job 1:21-22).
Más tarde, ante las críticas de sus
amigos, replica:
«Aunque sé muy bien que esto es cierto, ¿cómo puede un mortal
justificarse ante Dios? Si uno quisiera disputar con él, de mil cosas no podría
responderle una sola. Profunda es su sabiduría, vasto su poder. ¿Quién puede
desafiarlo y salir bien librado? Él mueve montañas sin que éstas lo sepan, y en
su enojo las trastorna. Él remueve los cimientos de la tierra y hace que se estremezcan
sus columnas. Reprende al sol, y su brillo se apaga; eclipsa la luz de las estrellas.
Él se basta para extender los cielos; somete a su dominio las olas del mar. Él
creó la Osa y el Orión, las Pléyades y las constelaciones del sur. Él realiza maravillas
insondables, portentos que no pueden contarse. Si pasara junto a mí, no podría
verlo; si se alejara, no alcanzaría a percibirlo. Si de algo se adueñara,
¿quién lo haría desistir? ¿Quién puede cuestionar sus actos? Dios no depone el
enojo; aun Rahab y sus secuaces se postran a sus pies. ¿Cómo entonces podré yo responderle?
¿Dónde hallar palabras para contradecirle? Aunque sea yo inocente, no puedo defenderme; de mi juez sólo puedo pedir
misericordia» (Job 9:2-15).
Después de leer estas declaraciones,
podemos decir que Job realmente era un hombre increíble. Aunque hubo momentos en
que el dolor lo llevó a la tristeza y la desolación, nunca juzgó ni culpó a
Dios por lo que le había sucedido. Él entendía perfectamente quién era Dios y
también su posición como hombre. ¿Podremos decir nosotros como Job: «El SEÑOR ha dado; el SEÑOR ha quitado
¡Bendito sea el nombre del SEÑOR!»?
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